Una serie de diatribas y exabruptos la semana pasada de nueva cuenta subrayan lo que ha sido una de las inconsistencias y contradicciones persistentes a lo largo de este sexenio desde el atril presidencial en Palacio Nacional de la Ciudad de México cuando de política exterior se trata. La presión desde Washington a raíz de la política de seguridad pública mexicana, particularmente por el tráfico de fentanilo y sus precursores a través de nuestro territorio, se ha venido acrecentando desde hace meses. Con ello ha resurgido un debate que se ha dado en coyunturas anteriores -algunas veces motivado con ánimo de apoyar a México (Bush, Obama) y en otras como resultado de la fanfarronería (Trump) o de la politización o diagnóstico equivocado (ahora, con legisladores y ex funcionarios Republicanos)- en torno a si la designación de grupos criminales trasnacionales en México como organizaciones terroristas internacionales ( mi columna de 2019 en estas páginas explica el proceso y los inconvenientes de esa medida ) movería o no la aguja en su degradación operativa. Ahora, ambos temas han sido turbocargados por el secuestro de cuatro -y asesinato de dos- estadounidenses en Matamoros. En respuesta a esta confluencia de eventos, el Presidente López Obrador mandó al diablo los principios de política exterior en los que, como muletilla, se escuda pero observa a contentillo.
Y es que parece que por fin sí vamos a intervenir abierta y proactivamente en los asuntos internos de Estados Unidos. El que López Obrador exija que funcionarios, legisladores, ONG y medios de comunicación estadounidenses no lo hagan en lo que él considera son temas que solo atañen a México y a los mexicanos es lo de menos. El presidente rápidamente dijo el viernes que hará un llamado a los “40 millones” (sic) mexicanos en EE.UU para que castiguen con su voto a los Republicanos que ahora proponen -de manera descabellada e irresponsable, sin duda alguna- acciones militares unilaterales. El que Trump en 2019 hubiese amagado con hacer lo mismo que sus correligionarios del GOP hoy -designar a grupos criminales como organizaciones terroristas- y que luego ya como expresidente haya fanfarroneado con el uso de la fuerza militar en México y el inquilino de Palacio Nacional no dijese ni pío (bueno, si hasta subrayó en ese momento que el ex mandatario “me cae bien”), no deja de ser una incongruencia más. Pero este episodio de renovado brío intervencionista en la política exterior presidencial requiere de dos apuntes.
Primero, los datos duros y la terca realidad. Hay cerca de 39 millones de mexicanos y méxicoamericanos (ciudadanos estadounidenses que tienen raíces u origen mexicano) en EE.UU. De ese total, 11 millones son nacidos en México, de los cuales 5 millones son indocumentados; es decir, evidentemente no pueden votar ahí. Del restante, no todos ostentan la doble nacionalidad y un buen número de ellos son aún menores de edad. Por ende, estamos hablando de cerca de un universo de aproximadamente 15 millones a lo sumo que podrían votar. Si bien la mayoría lo hacen por el Partido Demócrata, y ello explica ganancias importantes en estados como Arizona, Colorado, Nevada y Georgia, en 2016 y 2020 el número de votantes de origen mexicano votando por el Partido Republicano ha aumentado significativamente (sobre todo entre hombres adultos jóvenes) sobre todo en Florida y el sur de Texas. En esta última zona en particular, cabe destacar que el aumento del voto a favor del GOP -y de Trump- en 2020 está relacionado con los abrazos de López Obrador a Trump en la Casa Blanca en plena campaña electoral ese año y el alcahueteo electoral vía spots que la campaña de reelección de Trump hizo de las declaraciones zalameras del mandatario mexicano.
Los hispanos en general, que se estima que 34.5 millones de ellos fueron elegibles (poco más de la mitad de todos los hispanos en el país, 53 por ciento) para votar en 2020, constituyen un 14.3 por ciento del total de votantes elegibles en Estado Unidos. A nivel nacional, emitieron 16.6 millones de votos en 2020, un aumento del 30.9 por ciento con respecto a las elecciones presidenciales de 2016, y apoyaron a Biden sobre Trump por un margen de casi 3 a 1 en Arizona, California, Colorado, Illinois, Nuevo México, Nevada, Nueva York, Pensilvania y Wisconsin. Los hispanos eligieron a Biden sobre Trump con un margen de 2 a 1 o más en los estados de Texas, Georgia, Washington y Florida. Una cómoda mayoría de votantes de origen hispano, aproximadamente el 61 por ciento, apoyó al presidente Biden, pero hubo un giro de aproximadamente 8 puntos porcentuales hacia Trump, según datos a boca de urna comparando candidatos Demócratas y Republicanos en 2016 y 2020.
Segundo apunte. Particularmente en los temas de seguridad binacional, los episodios de tensión tienden a favorecer posiciones de los extremos en ambos países. Asignar culpas nacionales a los que son sin duda problemas trasnacionales ha sido una posición default -y errónea- a ambos lados de la frontera en momentos distintos de la relación bilateral. Si el problema es común, la solución tiene que ser común, y solo avanzaremos si asumimos una responsabilidad compartida. Pero de por sí Trump evisceró ese principio no escrito de la relación bilateral a largo de su mandato; ahora, los legisladores Republicanos que han abogado por acciones unilaterales -y contrarias al derecho internacional- y López Obrador que declara que el fentanilo no es nuestro problema, lo están profundizando. Esta dinámica en la que nos estamos metiendo no conviene a ninguno de los dos países, pero me temo que estamos desafortunadamente en un contexto así en este momento.
Y con sus declaraciones de que México cabildeará en contra de candidatos Republicanos en las elecciones de 2024, el presidente amenaza con contaminar aún más la agenda bilateral con EE.UU camino a dos procesos electorales presidenciales simultáneos en una y otra nación y en el contexto de la peor relación -desde los ochenta- de un titular del Ejecutivo mexicano con el Congreso estadounidense, un actor central y clave de la agenda con nuestro país. De por sí los Demócratas, cabreados por la manera en la cual López Obrador se posicionó con respecto a Trump, la campaña electoral de 2020, la victoria de Biden y los actos sediciosos del 6 de enero de 2021, tienen una larga lista de tintorería. Ahora con este llamado para hacer campaña contra el GOP, junto con sus ataques ad hominem constantes en contra de legisladores Republicanos y Demócratas por igual que se han venido acumulando, el presidente está haciendo que críticas y cuestionamientos legislativos de ambos partidos sobre México y la relación bilateral crecientemente converjan, de paso colocándonos sobre una pista de patinaje de hielo quebradizo cara a 2024, sobre todo si llegase a imponerse un candidato Republicano.
Al final del día, este nuevo y complejo episodio en la relación con EE.UU pone de relieve una gran paradoja. Para un presidente que afirma como posición de arranque que la mejor política exterior es la política interna, son precisamente las debilidades estructurales internas del país y muchas de las políticas públicas del mandatario mexicano las que se erigen como vulnerabilidades y flancos de presión cara al extranjero, particularmente en una relación tan esencial, asimétrica e interméstica (sí, a pesar de lo que quisiera López Obrador, no hay manera de separar los temas de política interna de cada país del impacto e incidencia que tienen en la agenda bilateral) como la que hay con Estados Unidos.