Motivado por los efectos estructurales y cotidianos de la pandemia, hoy decidí compartir con ustedes en la última columna del año una reflexión más personal acerca de este año atroz, un verdadero annus horribilis en el que hemos vivido y que llega finalmente a su fin.
A lo largo de doce meses que han sido de quiebre y caos, pero también de intolerancia, desinformación y mendacidad, algunos lectores me han acusado de escribir “propaganda neoliberal” mientras que otros argumentan que soy "socialista" (claro está, dependiendo del tinte de gafas que usan unos y otros para leer esta columna), o que escribo por encargo de este periódico o, alternativamente, por órdenes de las consabidas cábalas y fuerzas globalizantes, generalmente descritas con aspavientos y tufo xenófobo o antisemita, un patrón crecientemente prevaleciente y preocupante en nuestro país. En cualquier caso, no me hago ilusiones de que alguna vez logré cambiar de opinión a esos lectores. Es más, no estoy intentando en el fondo convencer a nadie; escribo lo que quiero y lo que pienso, tratando sobre todo de reflexionar unos instantes acerca de temas relevantes -o que debieran serlo- para nuestra nación. Ciertamente mis prejuicios también se manifiestan en lo que no escribo, lo que los posmodernistas llaman los "agujeros en el texto", o la decisión, desde que inicié mis colaboraciones en este espacio, de tratar de enfocarme en pensar y reflejar el mundo y lo que implica para México y cómo debe encararlo a la vez nuestro país. Y en la vorágine del 2020, parece que en el camino hemos perdido de vista una realidad simple y muy práctica: que, independientemente de lo que pensemos sobre los problemas persistentes de nuestra nación, sobre el equilibrio adecuado entre derechos y tradiciones, entre prosperidad, igualdad y justicia, entre creencias y razones, sólo el liberalismo garantiza nuestro derecho a mantener y expresar esos pensamientos y luchar por ellos en la arena pública. El liberalismo es todo lo que impide, y lo que siempre ha impedido, que seamos quemados en la hoguera por lo que pensamos y decimos.
He concebido además mi reto en esta página de opinión como un esfuerzo quincenal para intentar producir hipótesis semi-originales lo mejor argumentadas posible sobre las relaciones internacionales y el mundo, pero no cabe duda que este año he estado escribiendo en la penumbra. Hay algunos acontecimientos que son tan colosales que dividen al mundo en un antes y un después, entre el presente y un pasado cada vez más extraño, ajeno y arcaico. Las guerras suelen detonar este efecto, y esta pandemia feroz y cruel ciertamente lo ha propiciado también. Y ya se atisba hoy que el coronavirus ha abierto una trinchera en el tiempo y que 2020 será uno de los años más difíciles y letales que ha enfrentado la humanidad en las últimas décadas.
El encierro de buena parte del año ha sido el período más distópico que ha vivido mi generación. Han sido meses de sufrimiento y de dislocaciones estremecedoras. El pasado reciente de repente parece otro universo remoto. Encerrados en casa, escrutamos nuestras pertenencias y los triques y chunches que nos rodean y nos topamos con pequeñas reliquias de "entonces", ese extraño lugar en el que solíamos vivir: una tarjeta del metro, el pasaporte, una guía de viajero, una corbata, un par de tacos de futbol o zapatos de tacón, una reseña de restaurante, ropa de trabajo que -después de nueve meses de estar usando ropa deportiva elástica- se siente tan rígida y absurda como los corsés de la corte victoriana. Y si las noticias sobre la inminente aplicación de vacunas nos llenan en este momento de esperanza, de ahí a que la vacunación ocurra de manera generalizada y equitativa y sea aceptada sobre todo en países con sectores poblacionales significativos que viven en la malsana y cretina propensidad de pensar que las vacunas son una conspiración totalitaria de gobiernos y las “fuerzas de la globalización”, falta aún un trecho. El futuro inmediato que se cierne sobre nosotros aún está tristemente preñado con las perspectivas de más cierres y cuarentenas, de la tentación del nacionalismo chovinista y autárquico parapetado detrás de fronteras, de hospitales rebasados y pérdidas humanas y financieras y rezagos socioeconómicos cada vez mayores. Los días y semanas de claustro se alargan, cada una muy parecida a la anterior, y nos vamos extraviando en el tiempo de la pandemia.
En medio de todo esto también se ha perdido algo más. No aparecerá en ninguna hoja de cálculo porque no es cuantificable. Pero importa. Gran parte de la vida, esos momentos grandes y pequeños, se trata de instantes fugaces llenos de esperanza e ilusión. La perspectiva de una estimulante noche de viernes, la calma relajante de un sábado o el partido de futbol un domingo de otoño glorioso, solían hacer más soportable una triste mañana de martes. Muchos momentos de felicidad tienen que ver con la anticipación, la alegría del futuro imaginado y la distracción del presente tedioso, agotador o difícil. Sin embargo, incluso nuestras pequeñas elecciones como consumidores o nuestras deliberaciones sobre qué hacer este fin de semana nos devuelven ahora a la gran y abrumadora realidad de la pandemia. No podemos escapar de ella. 2020 es un año de pérdidas pero también es el año en que se canceló el futuro, por lo menos durante un buen rato. En las últimas décadas, el presente se había puesto bastante más de moda que el futuro. Vivir el momento, estar anclados en nuestro presente, en el aquí y el ahora, se había convertido en el estado mental de nuestra época. No hay nada nuevo en esa idea, por supuesto: forma la base del budismo y hay elementos de él en muchas religiones. Hace mucho tiempo, Horacio sentenció “carpe diem” y Séneca exhortó que el presente es todo lo que tenemos: “Todo el resto de la existencia no es vida, sino meramente tiempo”.
¿Cómo, entonces, pensar en renovar la esperanza cara a 2021? De entrada, es innegable que este año ha causado estragos a nivel global y que para muchos incluye el dolor de la pérdida humana. Pero también nos ha dado a muchos mayor claridad y enfoque sobre lo que importa, tanto en la esfera personal como en la pública, así como la manera de abordarlo. Por ello, un buen punto de arranque es que yendo hacia adelante, encaremos el nuevo año con pasión, propósito, convicción, determinación y, claro está, mucha salud.
Consultor internacional