En tiempos de normalidad, al menos en las democracias, el rol de un Congreso, Parlamento o Asamblea está claramente definido. Durante las crisis, sin embargo, no siempre quedan claros sus alcances y límites. Sin embargo, es evidente que como garantes de la representación popular y del principio de legalidad, están llamados a desempeñar un papel central en la administración y superación de las situaciones más demandantes para la sociedad y las instituciones del Estado.
Tanto para tomar o avalar las decisiones más apremiantes, incluyendo decretos de emergencia -muchos de ellos relacionados con asignaciones presupuestales extraordinarias- como para vigilar el desempeño de los funcionarios públicos durante y después de la calamidad, evaluando el éxito o fracaso de las medidas adoptadas, así como para emitir las normas esenciales ya en la etapa de la recuperación, el papel del Parlamento parece insustituible e indelegable. Aún para dotar temporalmente de facultades extraordinarias y de emergencia a los gobiernos, suspender garantías individuales y establecer estados de excepción los Parlamentos son centrales para, como refería Montesquieu, “suprimir la libertad con la finalidad ulterior de salvarla”.
En la historia de las pandemias el Parlamento británico y el canadiense, como es habitual, ofrecen ejemplos notables de lo anterior. En 1664, durante una de las etapas más críticas de contagios de la llamada Gran Plaga, el Parlamento llevó a cabo una sesión de emergencia en Oxford para dotar al rey Carlos II de recursos extraordinarios para continuar las operaciones navales de la segunda guerra contra los Países Bajos sin comprometer los fondos que se entregaban a la City para implementar las Órdenes Reales de la Peste. Hay historiadores que argumentan que esta intervención fue decisiva para dos años después decretar el fin de la epidemia. Ya en el siglo XX, la propagación de la gripe española en Canadá produjo una serie de debates parlamentarios, con fuertes críticas hacia las autoridades de ese país, que terminaron en la creación del primer Departamento Federal de Salud en 1919 así como las primeras políticas y estrategias modernas para hacer frente a pandemias en el hemisferio.
La pandemia del COVID-19 ha puesto a prueba, quizá como ninguna otra en el último siglo, la vigencia y pertinencia de la teoría del Parlamento en tiempos de crisis sanitaria. Un simple vistazo a las respuestas que Congresos y Parlamentos del mundo han dado a la crisis es suficiente para formular la hipótesis de una correlación, sin menoscabo del carácter parlamentario o presidencialista de las formas de gobierno de cada país, entre mayores niveles de desarrollo democrático y respuestas integrales a la crisis provenientes de sus Poderes Legislativos.
Aunque hay honrosas excepciones provenientes de países con menor desarrollo democrático como Guatemala –que aprobó legislación integral de emergencia, rescates económicos notables para familias sin recursos y sendos decretos en materia de servicios esenciales- o Ucrania- que discutió y aprobó 12 proyectos legislativos para enfrentar la pandemia-, la hipótesis parece contar con evidencia abundante para confirmarse. La Asamblea Nacional de Francia no sólo aprobó presupuestos de emergencia, sino que votó los planes de urgencia sanitaria y discute las implicaciones de proyectos relacionados con el uso de la tecnología para el rastreo de las personas infectadas. Más aún, el Legislativo francés no ha dejado de ejercer sus funciones de contrapeso al votar el Senado en contra del plan de “desconfinamiento”.
Hay importantes desarrollos equiparables en otros países de alto desempeño democrático como el Storting noruego y el Paremata Aotearoa neozelandés, donde se aprobaron poderosos Comités especial de seguimiento al coronavirus y una serie de medidas de atención integral incluidos poderes de emergencia para el gobierno que pueden ser en cualquier momento revocados por el Parlamento. La Dieta nacional japonesa, por su parte, no ha dejado de sesionar tanto para adoptar medidas excepcionales para el confinamiento y la protección de la economía, cuanto para mantener bajo estrecha supervisión las decisiones del gobierno. El Parlamento italiano y el neerlandés ofrecen también ejemplos edificantes.
Contrastan estos ejemplos con la actitud de Congresos y Asambleas, algunos de los cuales han confundido la sana distancia y la necesidad de observar medidas precautorias para evitar contagios con la inacción y la voluntaria claudicación de sus facultades. Es ya prácticamente un consenso entre analistas que, al término de la pandemia, y pudiendo ya comparar los efectos de las respuestas sanitarias y económicas, se generará un ranking para evaluar las mejores y las peores respuestas. Será interesante analizar su dimensión parlamentaria y comprobar si, como planteaba John Locke, “la supremacía del Parlamento en un gobierno civil” tiene o no en las emergencias una forma de recobrar su plena vigencia.