Priorizar es una característica del ser humano y de la sociedad. Así nos enseñan, así crecemos. Las pandemias o las catástrofes naturales que afectan a los pobres o a los muy pobres incomodan y mueven poco. Las que saltan continentes, como la actual, y llegan a la crema y nata del mundo incomodan e incordian más. Llamaré pandemia de la pobreza a quienes mueren por sus consecuencias.

Algunos datos. 1) Cada día perecen en el mundo de desnutrición 8,500 niños. 2) En 2017 fallecieron 6,3 millones menores de 15 años por causas prevenibles, entre ellos, 1,5 millones por diarreas. 3) Anualmente fenecen 50 mil mujeres por abortos inseguros; cinco millones sufren lesiones graves. 4) En 2018 murieron 1,5 millones por tuberculosis, de los cuales 250 mil padecían VIH. La lista puede ampliarse. Basten los datos anteriores para hablar de otro Mal radical —copio el término de Hannah Arendt— cuyas fauces engloban a las previas, la pandemia de la pobreza.

Las pandemias previas no requieren vacunas. Requieren intervenciones mayores: menos hurtos, justicia, disminución en natalidad, más políticos y empresarios ladrones en la cárcel, menor esperanza en el mundo venidero, mayor solidaridad…

El escenario anterior como preámbulo para adentrarse en el denodado “esfuerzo agudo” para encontrar la vacuna contra Covid-19 cuya inversión y listado de países ricos implicados cuestiona el “fracaso crónico”, su inmovilidad para disminuir males para los cuales se cuenta con soluciones: alimentos, hospitales para efectuar legrados, sueros y antidiarreicos, medicamentos para tratar sida y tuberculosis. Dos mundos: seres humanos nominados versus innominados.

Como señalé la semana pasada, los proyectos para encontrar la vacuna muestran los esfuerzos de los países ricos preocupados por detener o eliminar la pandemia: disminuir el número de muertos y reactivar la economía mundial son las metas. Tras ocho meses, la cifra de decesos es mucho menor —275,000— cuando se compara con los datos arriba mencionados. La muerte y los muertos son universales. Sus apellidos y nombres no lo son. Ignoro quién dijo “Geografía es destino”. Tenía razón: morir de hambre en Yemen o por Covid-19 en Chiapas es parte de la nauseabunda normalidad; fallecer en Nueva York debido al virus requiere y exige explicaciones gubernamentales. La necesidad de curar o prevenir la pandemia por Covid-19 opaca otras tragedias, entre ellas la pandemia de la pobreza, la pandemia de los políticos y sus funestas consecuencias.

Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Corea del Sur, China, Francia y otros países ricos, así como grandes grupos académicos como los Institutos Nacionales de Salud en EU o el Imperial College of London y farmacéuticas poderosas como Pfizer, Inovio, Sanofi o AstraZeneca, experimentan en pos de la vacuna. Quizás las vacunas estén disponibles a fin de año. Cuando se cuente con ellas, las campanas redoblarán, no para todos, sólo para los privilegiados.

Ernest Hemingway, autor de Por quién doblan las campanas, tomó el título de su novela de un poema de John Donne —Devotions Upon Emergent Occasions—, aplicable a las pandemias descritas al inicio y la producida por Covid-19: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad: por consiguiente nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

Inmersos en la epidemia —¿cuándo terminará?—, priorizar será necesario. Dudo que la distribución de la vacuna se ajuste a cánones éticos. Dudo que las prioridades políticas y comerciales tomen en cuenta a Donne, “…la muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad”. Nuevamente no concluyo. Discutir cuestiones éticas es imperativo. Lo haré la próxima semana.

Médico y escritor

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