Shakespeare y Unamuno o siempre regresan o nunca se van. Da igual. “Ser o no ser, es la cuestión”, reta Hamlet; “creer o no creer” es una idea de Unamuno, cuyos Hunos y Hotros, en alusión a los dos bandos durante la Guerra Civil en España, quedó plasmada en la carta que el filósofo envió a un amigo: “La barbarie es unánime. Es el régimen del terror por las dos partes. Aúllan y piden sangre los Hunos y los Hotros”.
¿Cómo ser cuando se nace endeudado desde el útero?, ¿cómo creer cuando tanto la historia como el presente demuestran que es erróneo hacerlo? Siete días atrás publiqué en estás páginas un texto intitulado Vulnerabilidad. Recojo las palabras finales: “Las personas vulnerables tienen apellidos: Sinvoz, sintecho, sinsalud, sinfuturo y responsables: políticos rapaces. Terrible retrato de la condición humana”. ¿Creer o no creer en las vacunas?: eso se preguntan millones de personas en todo el mundo. Aunque “muchos letrados” no confían en ellas como entidades afines a los dictados del creacionismo, en estas líneas limito mis reflexiones sobre los sentires de grupos vulnerables víctimas de exclusión crónica.
El crecimiento exponencial de la medicina ha rendido incontables frutos. El mayor, aunque dista mucho de ser universal, es el incremento en la longevidad: en los países ricos el promedio de vida es 80 años y en los pobres en ocasiones no sobrepasa los 40. Las vacunas, junto con la entubación del agua, representan uno de los mayores triunfos de la ciencia sobre enfermedades otrora y aún hoy, lamentablemente, mortales: cólera y desnutrición deberían ser historia. No lo son. Siguen feneciendo los hotros, los de Chiapas y Zacatecas, los de Haití y los de no pocas naciones africanas. En ocasiones por falta de agua, otras veces por carencia de vacunas. Muchas poblaciones vulneradas ad nauseam no confían en los remedios impuestos por la población blanca, por el supremacismo occidental, acostumbrado a dictar sus reglas sin consultar y a expoliar tanto y todo lo que sea posible. No es el azar el responsable de la mortandad temprana ni en las comunidades tzotziles ni en los haitianos ni en los habitantes de Sierra Leona. Si es su exclusión quasi perenne la culpable de la desconfianza de esas sociedades hacia los dictados del hombre blanco. Estos grupos nada tienen que ver con los movimientos antivacunas, cuyas sinrazones para no hacerlo, como escribí líneas atrás, nacen a partir de su entrega a ministros religiosos.
Las razones fundamentales del rechazo hacia las vacunas varían. Grosso modo, y para los propósitos de este artículo son dos. Primera. En países pobres, México como ejemplo, las comunidades indígenas desconfían de la población blanca. En Chiapas, 45 comunidades decidieron no vacunarse contra Covid-19. La vacuna, explican, en lugar de proteger propaga la diseminación del virus. En San Juan Cancuc, 24 milhabitantes, la población decidió rechazar la vacuna (hay un video en la red). La segunda razón —habrá quienes prefieran la palabra sinrazón— se lee en algunas encuestas provenientes de países “ricos”. En el Reino Unido, 72% de la población negra y 43% de las comunidades provenientes de Pakistán y de Bangladesh rechazaron vacunarse. En EU la población blanca ha sido inmunizada dos veces más que negros o hispanos. Según la revista The Lancet, no sólo es desconfianza la causa por la cual no se inmunizan dichos grupos: se habla de racismo institucional, esto es, mal trato y discriminación por parte de la policía y otros agentes gubernamentales.
En nuestro mundo enfermo, retirar la H de los hunos y los hotros debería ser prioridad. No lo es. Rechazar a las nobles vacunas es un ejemplo más de esa realidad.