Las vacunas son una de las grandes invenciones humanas. Su utilidad es inmensa. La pervivencia de la humanidad, en buena medida —no exagero— se debe a ellas. La primera vacuna fue descubierta por Edward Jenner, médico rural inglés —¡rural!— en 1796, y servía para combatir la viruela. La historia es fascinante. Observó que casi todos los recolectores de leche se contagiaban de una suerte de viruela por estar en contacto continuo con las vacas. Dicho contacto protegía a los lecheros, quienes, o no enfermaban o padecían un cuadro “sencillo”. Jenner, científico sin saberlo, tomó una muestra de la ampolla de una granjera y se la inyectó a un niño. El chico enfermó, pero, a las 48 horas se recuperó. En el argot médico contemporáneo el paciente quedó inmunizado contra el virus de la viruela humana. El término vacuna, vacca en latín, fue acuñado en 1881, como homenaje a Jenner por Louis Pasteur mientras experimentaba con una vacuna anti-ántrax. La ciencia avanza con lentitud: entre uno y otro hallazgo transcurrió casi un siglo. Sólo Putin bate récords. De acuerdo a la propaganda putiniana, Rusia ya cuenta con una vacuna: el zar KGB ya la inyectó a su hija…
Entre Jenner y Pasteur sucedieron episodios notables. Me limito a comentar uno más antes de reflexionar sobre el proceso de creación de la vacuna contra SARS-COV-2. En 1955, Jonas Salk compartió con el mundo el descubrimiento de la vacuna contra la poliomielitis, considerada hasta entonces como el problema principal de salud pública en EU. En 1952 se reportaron 58 mil casos: 3,145 fallecieron y 21,269 quedaron paralíticos, la mayoría menores de edad. En siete años Salk triunfó y consiguió desarrollar la vacuna contra la polio. En 1955 el hallazgo fue recibido con inmenso júbilo. Ese día, un periodista, le preguntó a Salk, “¿a quién le pertenece la patente de la vacuna?”. Tras reflexionar, respondió, “Bien, yo pienso que a la gente. No hay patente. ¿Podría usted patentar el sol?”. Modesta e inmensa contestación: la ciencia al servicio de la humanidad —no había likes, Facebook, chats.
Hoy, más de dos siglos después de Jenner, el reto es enorme. La ciencia médica busca, con denuedo, crear una vacuna contra Covid-19. Aunque los datos no son claros, hay 135 vacunas en estudio en animales, 20 en fase I en humanos, 11 en II, 8 en fase III y dos aprobadas. Aunque los virus difieren en complejidad, y los retos científicos son diferentes, baste ilustrar el problema acerca de la elaboración de vacunas con el caso del sida, enfermedad descrita en 1981. Desde entonces han pasado cuarenta años, han muerto 39 millones, han sido infectadas 78 millones y, a pesar de los esfuerzos de mentes brillantes, no contamos con la tan anhelada vacuna. Imposible soslayar esa realidad cuando la humanidad entera está atenta a los reportes de los investigadores mientras el Covid-19 expone nuestra pequeñez y nos desnuda mientras leemos sobre el reciente lanzamiento al espacio de un nuevo cohete. Sumar lo insumable es obligatorio: han muerto 265 mil personas y se han infectado 6.2 millones.
Las ideas viejas nunca son viejas. Leamos, comparemos. De acuerdo al historiador William O´Neill en los cincuentas del siglo pasado, “la reacción pública —ante la poliomielitis— era similar a la de una plaga. Los ciudadanos de las áreas urbanas vivían aterrorizados durante el verano, época asociada a la presencia del virus de la poliomielitis”. Desafortunadamente todavía no sabemos cuándo estará disponible la vacuna, cuántas se producirán, cuánto costarán, cómo se distribuirán, cómo responderán los Estados, cuáles serán las implicaciones éticas de su distribución, cuál será el peso de los grupos ultrarreligiosos cuya filosofía no acepta el uso de células humanas para crear medicamentos, de los grupos antivacunas y de los fanáticos musulmanes. Se acabó el espacio. Sobran ideas. Regresaré el próximo domingo.
Médico y escritor