Abro los periódicos: poca luz, mucha oscuridad, mínima compasión, crueldad en ascenso. Mis observaciones poco han variado con el tiempo. Mis observaciones “casi” no son mías: me nutro de la realidad y de los escritos de grandes pensadores. La realidad es intocable: es. Filósofos, sociólogos, periodistas, cineastas, escritores e incontables personas dedicadas al mundo de las ideas la interpretan y comparten. La realidad es absoluta; sus fisuras no la cuartean, al contrario, la fortalecen. Se construye día a día. La edificamos los habitantes de la Tierra.

Conforme transcurren las décadas aumenta la maldad. Leo la oración previa. Regreso y me copio. Utilizo signos de interrogación. Así suavizo la idea: ¿conforme transcurren las décadas aumenta la maldad?, pregunto, me pregunto. Me dicen mis amigos, “siempre ha sido igual”, “no sé, creo que ahora es peor: se asesina con más saña. Es difícil creer en la bella y necesaria idea del prójimo”, digo. “Te equivocas: conforme pasan los años la información vuela, por eso te enteras de más sucesos desagradables. Vives en la ‘era de la información rápida y absoluta”, sustentan, “no sé, no sé…, la desesperanza es enorme. Las distancias entre unos y otros son insalvables y cada vez más profundas”.

Don Miguel de Unamumo escribió, en 1936, poco antes de morir, durante la guerra fratricida en España, hunos y hotros para referirse, por supuesto, a los mismos españoles. Intervenir palabras en nuestro tiempo es necesario. Así lo dicta la vida: sin techo, desaparecidos, migrantes, decapitados… Los hunos y los hotros no han envejecido, al contrario, se han reproducido por doquier. Caras distintas, pieles diferentes, heridas similares, idiomas múltiples, asesinatos ad nauseam, conforman el universo contemporáneo, el de los hunos y los hotros.

De nuevo hojeo el periódico. Escribo unas líneas. “Muchas” víctimas mueren lento, demasiado lento. El final tarda en llegar. Morir a pedazos es una experiencia imposible de compartir. No hay palabras adecuadas ni lenguaje ad hoc. Sólo quien la experimentó y después feneció lo supo. Sería deseable conocer los testimonios, escasos sin duda, de quienes han sorteado torturas y vejaciones. Pocos sucesos deben ser más terribles que morir siendo uno mismo testigo de su propio final. El pavor debe ser inenarrable. Nunca sabremos sus significados. Sólo podemos imaginarlos. Los enfermos terminales no encajan en ese espacio. Fenecen por enfermedad y muchas veces marchan acompañados. Escribo una vez más, conforme transcurren las décadas aumenta la maldad.

Le leo las líneas previas a uno de mis contertulios, “es cierto lo que dices pero hay otras verdades similares. Antes, en las guerras, las personas heridas morían a la intemperie, sin ninguna atención, sin cobijo, fenecían solos. Ante la muerte, la soledad, en esas condiciones, carece de parangón. Quienes morían en las trincheras o en terrenos descampados sufrían lo indecible”, me dice. Y agrega, “por el simple hecho de estar vivo no puedes tirar todo por la borda”.

“Carecer de esperanza”, insiste otro conocido, “es erróneo”. Se explica: “quienes tenemos la suerte de comer, de contar con el privilegio de la Voz, de estudiar y viajar debemos, por obligación, pensar en el futuro y sus posibilidades a favor del ser humano. No por uno sino por los otros unos con quienes caminamos: hijos, cónyuges, coetáneos, amigos, maestros”.

Mis conocidos guardan razón. Lo sé. No me basta saberlo. Admito ser escéptico. No se nace ni se elige ser escéptico. El escepticismo no es gratuito, es escuela, es la vida tóxica, es la brutal realidad. Me detengo, reflexiono. Busco autoconvencerme, un poco, al menos un poco. Escribo para mí:

El ser humano cuya vida ha transcurrido sin penas ni dolores ni pérdidas “anormales” debe sembrar esperanzas. La esperanza no debe morir, la esperanza no puede morir.

¿Cómo concluir? Me defiendo y comparto mi desazón y mis dudas entre signos de interrogación: ¿Qué hacer?, ¿cómo sembrar esperanzas?, si no es uno, entonces ¿quién?



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