Todo ser humano es testigo. Desde los primeros años de vida, cuando los y las pequeñas empiezan a interrelacionarse con sus semejantes y con la Naturaleza ad integrum, es decir, con animales y plantas, los niños se convierten en testigos y testigas (no deja de sorprender la estrechez de nuestro diccionario: sus incontables entradas no incluyen la voz testiga). Convertirse en observador y atestiguar es un acto inconsciente: mirar, escuchar, leer y conversar son recursos cotidianos cuyo alcance dota al ser humano de elementos para emitir juicios, para dudar y cuestionar. Ser viandante y no detenerse es inadecuado. Detenerse y atestiguar es necesario.
Los tiempos actuales deberían impedir el silencio; deberían, asimismo, evitarla reproducción de sucesos pasados como sucedió en las incontables guerras y genocidios del siglo XX donde las frases, “no sabía”, “no me enteré”, “nadie me lo dijo” inmunizaban a las personas por no haberse enterado de lo que sabían, pero preferían obviar por temor, incapacidad, complicidad o por falta de integridad. Hoy casi nadie tiene la capacidad de escaparse. La multiplicación de cámaras por doquier impide ocultarse. Dicha multiplicación, sobre todo en países ricos, crece en forma exponencial, a lo cual deben agregarse los drones de las mismas naciones cuyo leitmotiv es vigilar los sucesos donde sus políticas “dicten hacerlo”, aunque fracasen, léase Putin antes del inicio de su barbarie.
Ni las personas ni las sociedades ni los mundos —hablar de un mundo en singular es erróneo—, tienen la posibilidad de escapar y soslayar la realidad: todos somos testigos. La lista es interminable. Inicio con el pequeño de seis años en Estados Unidos que le disparó a su maestra, continúo con las imágenes en las redes de pseudo humanos maltratando animales o golpeando a ancianos, prosigo con las muertes de africanos en las costas europeas y con los mexicanos y centroamericanos que mueren o son encaminados hacia el final en los desiertos estadounidenses por trumpianos desalmados, sin obviar los asesinatos por la policía estadounidense de sus compatriotas, la mayoría negros; para terminar sin terminar, el listado es enorme, enfatizo la vigilancia 24 horas al día, siete días cada semana y 365 días al año, incluyendo días festivos, de la cual todos somos partícipes y víctimas. Individuos, comunidades y naciones dejan de ser espectadores cuando las imágenes obligan. George Orwell, como se sabe anticipó, en sus novelas la vigilancia que ahora padecemos.
Ser testigo debería ser una suerte de oficio. Dotar a los pequeños de información pertinente sobre los significados del término atestiguar sería provechoso. En latín hay dos palabras para referirse a testigo. La primera, testis, es la raíz del término testigo y significa, etimológicamente, aquel que se sitúa como tercero en un proceso o en un litigio entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada realidad y ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él. La segunda definición, “…ofrecer un testimonio sobre él” es el meollo de este escrito.
La humanidad nunca ha tenido tanta información como sucede en la actualidad. Mucha de ella la observamos in vivo. Aunque no toda la información informa, i.e., noticias falsas, desprenderse y obviarla es una posibilidad. Escucharla y comprometerse es otra opción. No importa tanto la situación social y económica del observador sino su formación y la ética con la cual se rige. La realidad, lo sabemos, la Corte Internacional de Justicia es un ejemplo, podría ser menos cruda y menos mortífera si hubiesen más superstes, apoyados por sociedad y Estado. Hace falta una gran novela, donde cada ser humano sea testigo de sí mismo y testigo de otro ser humano.
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