Antaño solía decirse que la ciencia era neutral. Gran falacia: quien la produce, científicos en su mayoría, siguen sus derroteros, algunos por el afán de saber y conocer, otros en busca de prestigio y puestos académicos, unos más por la imperiosa necesidad de “estar al día” y no pocos para servir, aunque mientan, al Estado, tal y como lo hicieron científicos de la otrora Alemania del Este en relación a la invención del sida por parte de investigadores estadounidenses con el propósito de utilizar el virus como arma biológica o como sucedió con las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima. El orden de los factores sí altera el producto: Ciencia y tecnología al servicio del ser humano, o el ser humano al servicio de la ciencia y de la tecnología.

Al cavilar y hablar de ciencia e inseguridad, sobre todo hoy, inadecuado obviar a Mary W. Shelley (1797-1851), escritora y dramaturga británica, autora de la multicitada novela Frankenstein o el moderno Prometeo, obra pionera en cuanto a la moral científica, la generación y la destrucción de vida, así como los vínculos de nuestra especie con Dios. ¿Es, será, la tecnología uno de nuestros frankensteins?

Las diversas caras, buenas y malas, de la tecnología producen, sobre todo en adultos, diversos grados de obsesión. Obsesión que no sólo es obsesión: la multiplicación in crescendo de la tecnología, su similitud con los frankensteins modernos, con los jóvenes Silicon Valley, en ocasiones veinteañeros, excluye, y después de hacerlo, hunde a quien no encuentra la tecla encender o apagar.

Extraigo una idea del discurso que pronunció Isaac Bashevis Singer en 1978 al recibir el premio Nobel de Literatura: “Ningún avance tecnológico es capaz de mitigar la desilusión del hombre moderno, su soledad, su sentimiento de inferioridad y su temor a la guerra, la revolución y el terror. Nuestra generación no sólo ha perdido la fe en la Providencia, sino en el propio hombre, en sus instituciones y a menudo en aquellos que están más cerca de él”. Desde la recepción del Nobel han transcurrido 44 años. La tecnología se ha multiplicado ilimitadamente. Sus alcances carecen de fronteras. Sus logros se reproducen sin cesar: un nuevo hallazgo abre la puerta a otros caminos antes no pensados. Esa es una de las magias de cualquier tipo de tecnología y uno de los grandes alicientes de los científicos. Las personas dedicadas a la ciencia y a la tecnología saben que ni una ni otra tienen límites. Semejan, para unos, los poderes ilimitados de la Naturaleza; para otros, la infinitud de Dios. La tecnología del siglo XXI, en incontables facetas, nada tiene que ver con la del siglo previo. Y nada tendrá que ver la actual, si acaso sobrevive la Tierra, con la de las décadas venideras.

El gran Henry David Thoreau, amigo de México, enemigo del esclavismo, nos dejó un recado: “Todos los inventos no son sino medios perfeccionados para alcanzar un fin imperfecto”. Thoreau acierta: la tecnología dista mucho de ser perfecta. Construye —vacunas, teléfonos celulares—, destruye —Chernóbil, arrasa con la Naturaleza, esto es, cemento en vez de árboles—. A la idea del pensador estadounidense agrego y repaso las ideas esbozadas al inicio: la tecnología crece y soluciona, no se detiene. Sus beneficios son enormes. Su necesidad es absoluta. Al lado de esos atributos excluye, profundiza la brecha entre ricos y pobres y le importa un bledo la esencia del ser humano, cuyas necesidades fundamentales son otros seres humanos no entregados a delete o al corazoncito likes. La seguridad ofrecida por la tecnología muchas veces es inseguridad.

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