Sosiego es una palabra bella. Quietud, tranquilidad y serenidad son parientes cercanos. Cuando la situación amerite adentrarse en el interior de la persona, escoger los términos adecuados para hablar o hablarse, se requiere sosiego. Las palabras solicitan dialogar con tiempo con la previa y con la siguiente. Así es el mundo de las palabras. Escoger una a una se logra cuando el lápiz se somete a la mano y no la mano al lápiz. Las palabras, nunca mudas, conocen el valor de la serenidad: escoger compañeras requiere tiempo lento, tiempo propio. Por eso lo del lápiz. Ni los lápices ni el papel ni la goma ni el sacapuntas tienen prisa. La intranquilidad proviene de quienes los usan.
En 1982, Larry Dossey, médico estadounidense, acuñó el término “enfermedad del tiempo”. El concepto es exacto. Dicha patología es, en sintonía con otros males, producto humano. El tiempo, imperecedero, inatrapable, testigo mudo, despiadado, sin principio y sin fin, nunca enferma. El tiempo no sabe del tiempo. Tiene suerte. Camina sin saber de él mismo. Ni lucha contra los relojes ni sabe de su suficiencia o insuficiencia. Repito: tiene suerte: nada sabe sobre la humanidad.
¿Enferma saber de él?: enferma sentirse atrapado por él; ¿enferma vivir apresurado?: enferma atenerse a sus reglas; ¿enferma la prisa?: enferma someterse a él; ¿enferma la veneración hacia la velocidad?, enferman las adicciones creadas, cada vez mayores, por la humanidad; ¿enferma restarle tiempo a la escucha?: enferma y enfermamos debido a la plaga de la impaciencia y a la incapacidad de escuchar; ¿enferma vivir rápido?: enferma esclavizarnos al tiempo y, enferma, de mil formas, seguir los dictados de la modernidad y del capitalismo salvaje, cuyo lema, “emplear el tiempo” sumerge a nuestra especie en un vivir yermo de paz, de sosiego.
El tiempo no se emplea. Todos, en mayor o menor grado, somos empleados de incontables avatares; todos, a su vez, somos parte del oficio de vivir; difieren las ocupaciones en ricos y en pobres, pero, tanto unos como otros, se subsumen y se borran ante el señor tiempo, imperecedero, anterior a Dios, anterior a los primeros habitantes de la Tierra. Antes del tiempo no había nada, ni siquiera tiempo.
En ninguna Biblia y ningún sabio helénico, alemán, judío o latinoamericano, pregonó ahorrar tiempo, frase harto repetida en la actualidad. No hay deidad cuyo leitmotiv predique economizar tiempo. De hecho, tras la muerte, el tiempo muestra su faz real: es infinito. ¿Es, en realidad, infinito el tiempo? No se sabe. Nunca se sabrá. Embalsamar cuerpos e impedir que la naturaleza los degrade fue (y es) un intento para hacer que el tiempo del muerto sea infinito. Ideas humanas. No más. Ideas en busca de la inmortalidad.
Aliado incondicional del tiempo, de convertir al ser humano en su empleado, es la carrera, imparable, de la tecnología: su abuso y mal uso beneficia y perjudica, favorece y esclaviza, incluye o excluye. En ese rubro, al convertirnos en sujetos, con frecuencia en títeres de la tecnología, también fracasa nuestra especie. Si bien las habilidades de los seres humanos y su capacidad de generar nuevos aparatos es quasi infinita, los bienes creados gracias a la tecnología no ofrecen necesariamente mayor felicidad. La aparatología resta escucha, difumina la conversación. Convierte al tiempo “bello, humano”, en tiempo “esclavo, sometido”.
¿Qué sucederá con la inteligencia artificial?: los seres humanos serán huxleyanos, orwellianos, kafkianos, o franceanos (por Anatole France).
El texto previo forma parte de ‘La vida. Un repaso’, libro de mi autoría de próxima aparición.
Médico
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