¿La soledad es una enfermedad?, ¿afecta la salud?, ¿es una epidemia?, ¿es más frecuente ahora, en la era online, que antaño? ¿Los médicos se ocupan del tema?, ¿Los Estados buscan los mecanismos para disminuir sus efectos negativos? ¿Es más frecuente en ciudades grandes que en pequeñas? ¿Debería existir un capítulo en los libros médicos intitulado “Soledad”? Preguntas sobran. Respuestas faltan.
Hace tiempo escribí un texto sobre el interés de distintos países en el tema: el Reino Unido, en 2018, creó la Secretaría de Estado para la Soledad; en Japón, en 2021, se fundó el Ministerio de la Soledad. Dichos espacios son necesarios. En Japón, durante la pandemia, la tasa de suicidios, sobre todo en mujeres, aumentó por primera vez en once años. La meta fundamental del ministerio es “realizar actividades para prevenir la soledad social y el aislamiento y proteger los lazos entre las personas”. La preocupación nipona es correcta: la sociedad cada vez más líquida y las personas hiperconectadas, buena parte de ellas “sordas” —o estás online o no eres—, representan el nuevo mundo.
Como en tantas circunstancias, las epidemias, en este caso la causada por el SARS-CoV-2, revelan y profundizan las grietas humanas. El virus incrementó la soledad. La preocupación por atender este problema no sólo se muestra en la creación de los ministerios aludidos, también en el llamado de los salubristas estadounidenses para que se considere la soledad como un problema de salud, cuyos efectos, aducen los expertos son similares al consumo de quince cigarros al día; aunque no comprendo la fuente de dicha conclusión respeto a los salubristas estadounidenses. Pregunto de nuevo: ¿La soledad es una pandemia? Estudios ad hoc y el tiempo responderán.
La soledad asfixia. Aunque hay quienes se suicidan por sus consecuencias, la inmensa mayoría no lo hace. Desde el punto de vista moral, social y de salud, sus efectos negativos son un brete inmenso; el aislamiento incrementa el riesgo de diversos problemas como enfermedades cardiovasculares, diabetes, infecciones, alteraciones cognitivas, depresión y ansiedad. Dada la pobreza de la mayoría de los sistemas de salud en el mundo, ¿cómo lidiar con esa situación? No hay dinero ni interés suficientes para hacerlo. Hasta ahora, ni en los índices médicos ni en los de sociología ni en los de política aparece el término “soledad”. El abandono es, por tanto, problema de la persona, no de la sociedad ni del Estado; en ocasiones la familia se ocupa de quienes la padecen. Entre más endebles son los marcos sociales y familiares, mayor soledad. No se trata de reglas, se trata de realidad. Quienes más la sufren, como lo demostró la epidemia de Covid, son los viejos. Acumular años y vivirlos sin decoro, sin palabras compartidas, con bancas vacías en el parque y sin saber qué sucede en la calle y en el mundo es parte del universo de la soledad.
Conforme el siglo avanza, el aislamiento aumenta. Por ahora no se utiliza la palabra epidemia para referirse al fenómeno. En los años venideros, entre más conquistas técnicas logre la humanidad, el desamparo aumentará. Leeremos certificados de defunción donde la causa de la muerte sea la soledad. Reitero: ¿La soledad debería considerarse una enfermedad?
“El hombre es un ser social por naturaleza”, escribió hace veinticinco siglos Aristóteles. Dicha idea sigue vigente. Si la Organización Mundial de la Salud o sociedades médicas decidieran considerar a la soledad como un problema de salud pública, tanto médicos como familiares tendrían que redoblar sus esfuerzos para aminorar las consecuencias. La palabra central es “tiempo”. En épocas online si algo hace falta es tiempo. El entuerto es muy complicado y ¿sin solución?