La inmensa mayoría de los síndromes son parte de la medicina. Síndrome de Cushing, de Leriche, de Reiter, o de Turner, son, entre una miríada, algunos ejemplos. Síndrome, explica el Diccionario de la Real Academia Española, es el “Conjunto de síntomas característicos de una enfermedad o un estado determinado”; los síndromes son entidades a las cuales se enfrentan los jóvenes desde el inicio de la carrera. Los síndromes suelen llevar el nombre de la persona que lo describió por primera vez —epónimo—, aunque es frecuente enterarse de que años atrás otro galeno lo había identificado. Gajes de la medicina, oficio médico; diagnosticarlos es reto y satisfacción. Al hacerlo se abre la posibilidad de ayudar el enfermo.
En 2020 el coronavirus se ha convertido y nos ha convertido en una suerte de síndrome. No hay día sin muertos. No hay día sin contagios. No hay día sin miedo. No hay momento sin noticias. No hay hora sin preguntas. No hay tiempo sin hambre por saber, ¿cuándo estará disponible la vacuna? No hay semanas sin preguntas, ¿de dónde proviene el virus? No hay, desde hace casi un año, sosiego, ¿pudo haberse anticipado la ciencia médica a la aparición del virus? No hay conversación que dure más de diez minutos sin que los interlocutores pronuncien la terrible palabra Covid-19 y a renglón seguido pregunten por el estatus familiar y de amigos comunes. No hay paz ante la embestida del virus y el número creciente e imparable de muertos a nivel mundial y nacional: ¿qué tan responsables o irresponsables han sido los gobiernos en cuanto al número de muertos y el desabasto en las unidades de terapia intensiva? No hay palabras suficientes, ni amorosas ni médicas ni religiosas y mucho menos lógicas para acompañar a los deudos y tratar, sólo tratar, de explicar las sinrazones por las cuales fue imposible estar al lado de su ser querido mientras moría aislado sin saber que la muerte lo acechaba y sin enterarse por la voz de los suyos de su final. No hay cómo responderle a la madre cuya hija murió víctima del virus Covid, de ahora en adelante y por demasiado tiempo, si no es que para siempre, nuestro virus, “Ahora que sólo eres una foto en un marco”. Tampoco existen palabras humanas para acompañar a la madre y mitigar su desasosiego cuya niña murió víctima de Covid: “¿Cómo sé que no había otra en el ataúd?”, cuya pregunta, —¿a quién le pregunta?—, es imposible de responder. No hay tampoco consuelo ni abrazos suficientes ni calor ni compasión humana para mitigar el horror del familiar, cuyo dolor rebasa todos los dolores y cuya herida siempre permanecerá abierta cuando clama, “No sólo he perdido tu vida, también he perdido tu muerte”. No hay día sin contar los días, pronto transformados en meses y ya, casi ya, en un año —365 larguísimos días— desde que Covid ocupó el calendario e hizo del almanaque su hogar y paradero. Y ahora, cansada la humanidad, agotados las niñas y los niños sin ver otros niños y niñas, extenuados, e intranquilos, a pesar de los esfuerzos gloriosos de las profesoras y de los profesores, de tomar clases en un aparato tan impersonal y frío como el metal. Y no hay día en que la humanidad, tristemente hermanada debido a su majestad Covid, no se pregunte hasta cuándo y qué significará hasta cuándo: ¿cuántos muertos más habrá que sepultar y cuánta más pobreza habrán de soportar los pobres de siempre, ahora más pobres que antes del tiempo Covid?
Escribí un párrafo largo. No suelo hacerlo. Covid es mucho más amplio que el párrafo previo. Síndrome de Li Wenliang debe ser el nombre de esta pesadilla.