Brindar salud a la población es una de las metas obligadas de todo gobierno. Vivir cobijados por sistemas de salud funcionales es uno de los deseos y necesidades fundamentales de individuos, familias, sociedades. La dependencia de la población, sobre todo en naciones pobres como la nuestra, hacia el gobierno es, sin exagerar, absoluta.
De ahí la diferencia de las expectativas de vida en países pobres y ricos; en los primeros, algunos no rebasan los cuarenta o cincuenta años; en los ricos, ocho o más décadas de vida es frecuente. Sin salud y sin centros hospitalarios ad hoc, todo funciona mal. Pobreza e insalubridad es binomio conocido.
Seis años han transcurrido desde el ascenso de López Obrador. Los números no manipulados retratan la realidad. Entretejo cifras no gubernamentales con ideas propias. Si bien, desafortunadamente no laboro en servicios de salud pública desde hace años, mantengo contacto con colegas en diversas instancias hospitalarias.
Los sistemas de salud en México nunca han sido adecuados. Ningún gobierno ha mejorado la situación de la población pobre. Aunque nunca se sabrá, sería ético saber cuántos políticos se atienden en los hospitales del IMSS o del ISSSTE, o incluso en los Institutos Nacionales, “la joya de la corona”.
Las intenciones de AMLO, al referirse desde el inicio de su mandato a Dinamarca como ejemplo a seguir, eran nobles, absurdas y oníricas. El silencio de sus asesores en Salud, Hacienda y Economía es y fue incomprensible. Su obligación era proveerle información pertinente.
AMLO se refirió a ese y otros países por primera vez en 2018. Repitió su fórmula 39 veces durante cinco años. Todavía en marzo de 2024 volvió a comentar, “…tenemos resuelto el tema (de salud). Vamos a tener funcionando el mejor sistema de salud pública del mundo, aunque se burlen mis adversarios”. Inconcebible el silencio de sus expertos. Bien hubieran hecho corrigiéndolo.
El Plan de Desarrollo 2019-2024 estableció que para 2024 alcanzaríamos la ansiada meta de salud pública universal. Lo anterior no se cumplió en parte porque el precio de los medicamentos aumentó. El problema se debió a la pésima estrategia de la administración para adquirir fármacos; el gobierno fue el responsable del desabasto al eliminar a los proveedores previos. El precio de muchos fármacos, para enfermedades frecuentes como diabetes mellitus o hipertensión arterial, se incrementó. Muchos enfermos compran ahora sus medicamentos con dinero propio.
La austeridad republicana fue nociva; la falta de insumos básicos en hospitales afecta a enfermos y a médicos. Algunos números: Se efectuaron 20 millones menos de estudios de laboratorio clínico que durante el sexenio del fugado y nauseabundo Peña Nieto. La mitad de los enfermos más pobres se quedaron sin consultas y no se realizaron medio millón de intervenciones quirúrgicas, situación vinculada, inter alia, con el escaso mantenimiento del equipo médico.
En 2018, la Secretaría de Salud ofreció 95 millones de consultas; en 2022 el número disminuyó a 51 millones, es decir 46% menos para quienes carecen de seguridad social. Sucesos similares se viven en el ISSSTE donde los recortes fueron del 23%; faltaron materiales básicos como vendajes, gasas, material de sutura, lentes, etcétera.
La cruda realidad es cruda. A partir de 2016 se observa un aumento constante en el número de personas en situación de carencia por la imposibilidad de acceder tanto a servicios de salud como de educación. Menudo trabajo le espera a Sheinbaum y a los continuadores de las políticas morenistas. Es execrable la falta de partidos opositores dignos.
Médico y escritor