Uno de los oficios más bellos, interesantes y complejos es el oficio de saber. No es una labor impuesta ni una empresa. No se elige, se vive. Uno se nutre de él conforme transcurre la vida. Con el tiempo se convierte en compañero y juez: acompaña cuando prevalece la razón y se transforma en juez si los resultados son equívocos o pifias. Su trascendencia, mientras la persona no suela engañarse, dirige, explica, construye. Una suerte de rector.
Saber es un espacio multifacético que se alimenta con el paso de los años y se nutre de fuentes y personas diversas, de ahí su valor. Saber es un mundo inabarcable, algo diferente, algo así como sentarse frente a la ventana y ver el amanecer; confundirse por falta o sobra de información; mirar un rostro y recordar o no otro rostro; leer un libro y rememorar párrafos similares en las páginas de otros libros o incomodarse por el peso del olvido; abstraerse del mundo y vivir ahí un tiempo sin prisa, sin temor; abrir un cuaderno y escribir unas palabras para luego borrarlas tras reconocerlas: ¿las escribí en otros tiempos?, ¿dónde las leí?; recorrer caminos sin idas ni regresos; disecar entre dos nociones opuestas y elegir la óptima. Borrar y borrar de nuevo es el reto; después, enmendar y corregir ad libitum.
Saber es saber lo que se sabe y lo que no se sabe. En eso radica dicho quehacer: acumular ideas, guardarlas y ampliarlas, o bien, entrar en ellas y cuando sea necesario, desecharlas, negarlas, olvidarlas. Magna labor. Siempre reditúa.
El oficio es un empleo noble. Su escuela son las calles de la vida, las voces de los conocidos, los sucesos del mundo, Es un ejercicio al cual uno se adhiere sin percatarse, sin proponérselo. No tiene fecha de inicio y termina cuando la persona fenece. No conoce fronteras ni límites, se alimenta del mundo y de los congéneres; es maleable, es testigo de múltiples eventos y crece —acumula más conocimientos— o decrece -desecha información. En el affaire saber, decrecer es una virtud: sepultar lo inútil y atesorar lo útil es una variante de conocer.
La sabiduría crece conforme pasa el tiempo y la vida se agota. En ese quehacer se suma y se resta. Sumar no significa ganar, y restar no implica perder. Ése es uno de los principales regalos de la morada del saber: entender que sí no siempre significa sí, y no, no necesariamente significa no. Saber no es tolerar, es algo más valioso; entre más tópicos se acumulan y mayor la capacidad de discriminar, es más fácil distinguir. Ésa es otra de las grandes virtudes de la sabiduría.
Sapere aude, “atrévete a saber”, o bien, de modo más laxo, “atrévete a pensar por ti mismo”, es una locución latina utilizada por Horacio y acuñada siglos después por Kant, cuyo propósito era estimular el uso de la razón en la esfera pública con el fin de zanjar discusiones. La idea, simple y profunda, es el lema de algunas universidades. Saber permite saber que no se sabe. Quien comprende ese ir y venir se nutre de sus deficiencias, de sus deudas con el conocimiento propio y de la sabiduría de la Tierra. Esa ecuación, saber que no se sabe es infinita. La ejercen y crecen a partir de ella las personas sabias, receptoras y dotadas de la sabiduría propia de la humildad. Grandes pensadores hacen suya esa ecuación; pocos, muy pocos políticos entienden el significado de la idea —pido disculpas: imposible no denostar a la ralea política.
Oficio indispensable es el de saber. No hay una sabiduría. Son incontables. Varían en el tiempo y en el lugar. Difieren entre individuos, sociedades, naciones. De ahí su trascendencia. Me repito: Saber es saber lo que se sabe y saber lo que no se sabe.
Médico