Para Antonio Lazcano,
por tu valentía.
Las modas se reproducen con celeridad. Pronto se convierten en necesidad y con rapidez, no poco a poco, se transforman, sobre todo en grupos pudientes, en elementos indispensables de la vida. Se calcula que los jóvenes pueden abrir sus celulares 150 veces al día en busca de información, en ocasiones personal, otras veces proveniente de los medios de comunicación. ¿Incontables horas invertidas o incontable tiempo perdido? Todo, como siempre, tiene dos lecturas. Hacer de “ese tipo de (in)comunicación” una “forma de vida”, choca contra “otra forma de vida”, aquélla donde el silencio y la lectura arropan y siembran preguntas.
Las redes sociales se popularizaron con la ya lejana “Primavera árabe” (2010-2012) que a la postre, lamentablemente, acabó con la vida de innumerables seres humanos y la destrucción de ciudades y de esperanzas. Así como en un principio las redes sociales generaron ideas progresistas, fomentaron la rebeldía y contagiaron ilusiones, su vida duró poco tiempo y devino, salvo en Túnez, hostilidad y muerte. En esos lares, donde la libertad en general y la libertad de expresión no son espacios públicos, el inicio de las redes sociales permitía expresarse protegidos por el anonimato.
El anonimato tiene dos caras: es indispensable cuando esconderse es necesario ante la posibilidad de violencia y es execrable cuando quien se agazapa lo hace por cobardía, por recibir dinero o por fanatismo. En los medios de comunicación donde se ofrece la posibilidad de comentar los artículos, sobresalen la grosería, los infundios, la falta de ideas, las agresiones y a veces contra el origen de las personas, en mi caso, ser judío. No hay comunicador que no sea blanco —no escribo víctima— de estas sandeces y groserías, cuyos militantes tienen la gloria y el récord de escribir en una sola palabra dos faltas de ortografía: aser en vez de hacer es un error socorrido por las tropas fanáticas, pagadas y estimuladas por grupos no oscuros —subrayo no— en contra de quien disienta de las ideas de los jefes poseedores de la verdad, por supuesto, única e indivisible.
Dichos soldados, acreedores de sueldos mal habidos, atentan, desde el anonimato, contra quien, con nombre y apellidos expresa su opinión. La mayoría de quienes escriben en medios honestos, no facinerosos, lejanos y enemigos de las fake news, buscamos dialogar y damos la bienvenida al disenso. El disenso construye. El anonimato vil, barato, soez, no destruye pero puede tornarse en amenaza cuando la caterva de comentarios agresivos no cesa. El anonimato incomoda.
El anonimato de las redes sociales esquilma toda posibilidad de diálogo. De ahí el otro nombre, redes fecales. Al igual que el cólera —heces fecales— las sandeces, en tiempos donde la razón declina y la justicia palidece, se contagian con facilidad: limitar esa plaga es necesario. Los medios de comunicación deberían buscar las vías para exigir, como ya se hace en algunos periódicos, documentos suficientes para confirmar el nombre de quien desea publicar algún comentario. Dicha acción podría eliminar, como lo hace el cólera con sus víctimas, las execrables voces anónimas así como las de sus patrones, anónimos y cobardes.
En tiempos donde la cordura brilla por su ausencia, neutralizar el anonimato permitiría dialogar con inteligencia, aminorar las agresiones contra quienes dan la cara y obligar a quienes resulten ofendidos, por la opinión de artículos o ensayos, a expresarse y hablar sin humillar ni ofender; me refiero, por supuesto, a políticos baratos. El mal uso del Poder procrea el anonimato. El mal uso de la opinión desde el Poder, al igual que las bacterias en las heces, enferman, profundiza el indiálogo y fomenta el encono de los librepensadores.
Finalizo. Me recargo en el título: ¿redes sociales o redes fecales?