Las traiciones “de las izquierdas” duelen y perturban más que las “de las derechas”. La actual Nicaragua es un ejemplo vivo y triste de la transformación monstruosa de un gobierno, el cual, tras la Revolución, se dedicó a proteger y enaltecer valores humanos, y que ahora se ha convertido en un desgobierno cruel, destructor y enemigo de quienes manifiestan sus desacuerdos.
En la Nicaragua dirigida por la dupla de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, los ideales revolucionarios encarnados por el otro Daniel Ortega, quien junto con sus compañeros, entre ellos, Sergio Ramírez, periodista y escritor de renombre internacional quien formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional creada después del triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (1979), y a quien el revolucionario Ortega le retiró este año, junto con 93 personas más, la nacionalidad nicaragüense debido a sus posiciones contra la dictadura. Antes, el sátrapa había expulsado a 222 opositores a quienes también “los despojó” de su nacionalidad.
Dado su pasado revolucionario, Ortega debería saberlo: es imposible desnacionalizar a una persona; la nacionalidad, el amor por la Patria, el compromiso con la Tierra, el deber con la Historia, con los padres, con los hijos y con los ideales con los cuales uno crece y se forma se llevan en la sangre. Los expulsados por Ortega y Murillo nunca serán apátridas, son más bien víctimas de un matrimonio enfermo.
En enero de 2023, tras unos comicios cuestionados, Ortega asumió, por quinta vez, la presidencia. Poco antes de las elecciones, 39 líderes opositores fueron detenidos, incluyendo siete precandidatos a la presidencia. En la boleta aparece a su lado Rosario Murillo, actual vicepresidente y madre biológica de Zoilamérica quien tuvo que exiliarse en Costa Rica luego de denunciar, en 1998, a su padrastro, Daniel Ortega, por violación y abuso sexual. El juicio no prosperó. Zoilamérica se mantiene en el exilio y es opositora al régimen de Ortega —léase con cuidado el nombre impuesto por Rosario a su hija; Murillo, además de vicepresidente se autodenomina poeta—.
Ortega ya no sorprende. Sus actitudes son predecibles y lo serán hasta el final de sus días. Triste desilusión la de quienes aún viven y a su lado participaron en el derrocamiento de una dictadura sangrienta cuando en 1979 lograron terminar con la dictadura de Anastasio Somoza y familia. Aunque desde hace tiempo las actitudes de Ortega son similares y por ende esperables, lo que es inentendible es el cambio de actitud de quien fuese, tiempo atrás, un guerrillero arropado por grandes ideales.
Si Ortega no sorprende, los gobiernos autodenominados de “algo parecido a la izquierda” de nuestro continente sí sorprenden y decepcionan. Cuba, Venezuela, Brasil y Argentina poco o nada han dicho. López Obrador ha evitado condenar a su colega. Gustavo Petro (Colombia), exguerrillero, apenas se manifestó: fue timorato y cobarde; se solidarizó con las 94 personas desterradas de Nicaragua, pero no reprobó ni llamó tirano a Ortega. Sólo Gabriel Boric (Chile) condenó abiertamente la por ahora última ofensiva, la “desnacionalización”, dictada por Ortega. La ministra chilena de Relaciones Exteriores, Antonia Urrejola, comentó el 17 de febrero: “Cada día más se trata de una dictadura totalitaria”, y agregó, “no sólo les quitan la nacionalidad y les confiscan los bienes, sino que también han sido declarados prófugos de la justicia”.
Los gobiernos mencionados hablan sobre derechos humanos. En México es perorata diaria. Ebrard debería sentarse con López Obrador y tratar el nauseabundo affaire Ortega-Murillo. ¿Por qué no lo hace el ministro Ebrard?
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