Los infinitos avatares incluidos en la palabra suicidio nunca terminarán. Son demasiados los vericuetos y muy numerosas las preguntas en torno a un tema ancestral y vigente. La discusión nunca finalizará. No depende ni del tiempo ni de la cultura, ni de las opiniones religiosas. La ética en general y, sobre todo, la laica, aporta algunas ideas dignas de consideración. No suficientes. Quien se suicida es dueño de su vida. El acto es el máximo grado de libertad al cual puede aspirar una persona.
El suicidio siempre ha sido una opción. El tópico incluye, no excluye. El reto es escuchar. Clérigos, jueces, cineastas, médicos, poetas, compañeros del suicida y sociedad han vertido incontables opiniones. Nunca existirá consenso. Tanto el tema como el ser humano somos intrincados. No podría ser de otra forma: Terminar con la vida motu proprio es cuestión perenne, cuya respuesta a la pregunta, ¿el suicidio es un acto de cobardía o de valentía?, nunca debe ser sí o no. El brete es conocer a la persona. Hoy los seres humanos conocen menos a sus pares. La parafernalia ruidosa de la aparatología nos ha embrutecido.
Dentro del universo suicidio hay otro universo mucho más engorroso. Si en el suicidio se obvian los actos pasionales, por venganza o por locura, ¿qué hacer y qué decir acerca de las personas cansadas de vivir, y cuya única solución para terminar su sufrimiento es quitarse la vida; ¿es lícito interrumpir el acto y “salvar” al suicida?; ¿es ético impedir la muerte en quien lo ha intentado en varias ocasiones?; y, ¿quién se ocupará del suicida frustrado y cómo se le reacomodara en la vida cuando su deseo es finalizarla?
Recuerdo una historia. Tras tres intentos fallidos, una mujer de 49 años logró acabar con su vida. Se encerró en su garaje, encendió el motor -monóxido de carbono-, ingirió sedantes y se cortó las venas de las muñecas. Murió. Esposo y tres hijas, jóvenes, comentaron: “Por fin dejará de sufrir y nosotros también”. La zozobra del día a día había finalizado.
Pocos días atrás me enfrenté con el caso de un “suicida real”. El joven de apenas 30 años había buscado la forma de acabar con su vida al menos en cuatro o cinco ocasiones, no ficticias, no para llamar la atención. Procuró terminar su sufrimiento por medio de sedantes y alcohol. Su círculo cercano lo llevó a Urgencias del hospital donde se llevaron a cabo las medidas apropiadas. De ahí pasó al hospital. El segundo día abrió el suero con el sedante, lo ingirió, no murió. Su presión arterial disminuyó considerablemente. Sugerí no llevarlo a terapia intensiva ni intubarlo. Permaneció en su cuarto. Recibió atención médica y el cuidado de una gran psiquiatra, quien le prescribió un antidepresivo.
Un día después se tragó el jabón y el líquido antiséptico del cuarto. Salvo vómitos, el joven no se deterioró. Al día siguiente se le encontró un objeto punzocortante. Lo entregó. Horas después se encerró en el baño y se colgó con el teléfono de la regadera. Enfermería lo encontró. Un camillero lo descolgó y lo acostó en la cama. El servicio de terapia intensiva lo resucitó y fue intubado. Un día después, el joven despertó, se retiró la intubación y fue trasladado, por solicitud de sus seres cercanos, a un hospital donde atienden casos similares. Permanece, mientras escribo, en una cama sujeto a vigilancia, inmovilizado y atendido por médicos ad hoc. Fin y no fin de la historia.
¿Fue adecuado internarlo en un hospital dedicado a problemas neurológicos? ¿sería ético y humano permitirle acabar con su sufrimiento? Tengo mis respuestas. Importan más las del lector.
Médico y escritor