Las pandemias son parte de la historia de la humanidad. Son de larga data. Unas, secundarias a agentes infecciosos, otras, derivadas de conductas humanas hoy no tan sapiens como lo pensó Carlos Linneo (1707-1778) al considerar a nuestra especie como “sabia” o “capaz de conocer”. Las ideas anteriores le permitieron al científico sueco considerar al ser humano como animal racional. Si bien los virus son irracionales, la geografía humana mundial en el siglo XXI exige adentrarse y cuestionar la racionalidad de nuestra especie. Inmersos en dos pandemias, infecciosas y humanas, es deseable, para quienes cavilan en lo que sucederá en el mundo en una o dos décadas cuando el antropoceno, i.e., término utilizado para explicar el impacto negativo de nuestras actividades sobre los ecosistemas terrestres, acabe por engullirnos.
Pandemias infecciosas y pandemias humanas, sobre todo políticas, léase, Bolsonaro, Trump, Xi Jinping, López Obrador, Putin, Netanyahu, Kim Jong Un y Daniel Ortega, el peor de los traidores, son realidad. El binomio conformado por infecciones virales y Homo Ignorare, amén de las incontables e inservibles cumbres requiere movimiento. Minimizar el “efecto humano” sobre las infecciones es reducir la realidad al modus operandi de los creacionistas, para quienes todo está predeterminado.
Aunque las cifras oficiales nunca son veraces ya que las estadísticas tienden a minimizar los sucesos de la gente pobre, de “algo” sirven. De acuerdo a la OMS, entre 2020 y 2021 fallecieron 15 millones de personas debido a la pandemia causada por Covid-19. En 2020 murieron 680 mil personas por sida y 38 millones estaban infectadas por el virus responsable de la inmunodeficiencia. En 2021 perecieron cerca de dos millones de personas por tuberculosis; 10.6 millones contrajeron la infección. Por último, aunque las pérdidas laborales y en ocasiones las muertes por otras infecciones como lepra, tracoma, Zika, enfermedad de Chagas, leishmaniasis, etcétera, es larga, unos datos sobre malaria (paludismo). En 2020 se reportaron 247 millones de casos en el mundo; fallecieron 620 mil personas; en África, el ochenta por ciento de los decesos ocurrió en menores de cinco años.
Al lado de las infecciones cabalgan los yerros humanos. Bastan, entre una miríada de cifras aterradoras sobre la situación de (casi) la mitad de la población, unas palabras sobre la contaminación del aire y el cambio climático, ambas realidades vinculadas con actividades humanas, no ordenadas por ningún Dios y, sólo en parte, por los cambios normales de los ciclos de la Naturaleza. Cuando se habla de la devastación de la Tierra, imposible no escribir cuatro palabras: ¿cuántos políticos son éticos? Pocas líneas para incrementar el escepticismo. Las enumero:
Primera. La acumulación de emisiones de gases de efecto invernadero producen y producirán daños irreversibles. Las generaciones venideras serán las víctimas. Segunda. La contaminación del aire deteriora la salud. La cadena es terrible: enferman más personas, el Estado debe ofrecer tratamiento: ¿cómo?, ¿con qué?, ¿hay recursos o casi todo ha sido robado por la ralea política? Tercera. En Inglaterra, la polución es fuente de enfermedades crónicas. Cada año fenecen entre 28 mil y 36 mil personas. Cuarta. Quienes pagan las consecuencias son los mismos de siempre. Los pobres viven cerca de fábricas y de carreteras, carecen de áreas verdes, de tiempo libre, de servicios médicos y etcétera, etcétera… De nuevo el barranco: enferman, mueren más y los Estados ni se enteran.
La humanidad no tiene remedio. Se ha auto ahorcado. Entre su actuar y no actuar y el imperio de los virus ¿qué se puede esperar?