Sería adecuado contar con un estudio en los últimos años acerca de las prioridades en poblaciones diversas. Diversas poblaciones se refiere a la situación económica de cada una. Educación, salud, vivienda, cotidianeidad, alimentación, futuro, son algunas variables propias de cualquier comunidad cuyo entramado forma parte de lo que denominaré tejido existencial y situación monetaria. Por sesgo me detengo en el universo salud. Abundan los datos. Intento tejerlos.
Durante el siglo XIX la salud de la población mejoró debido a la calidad de la nutrición y a las condiciones donde la gente vivía y trabajaba. En el siglo XX la epidemiología, sobre todo a partir de la segunda mitad, enfocó sus esfuerzos a disminuir el tabaquismo y la ingesta de colesterol, variables asociadas —lo siguen siendo— a muertes prematuras y a enfermedades crónicas que, a la postre, son una espada de Damocles para los sistemas de salud de cualquier nación: insuficiencia renal crónica, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, cáncer de pulmón e insuficiencia cardiaca son, entre otras, barriles sin fondo. Tratar por años esas patologías impone gastos descomunales.
En el siglo XXI, a grandes rasgos, sin obviar las determinantes previas, el embrollo es y serán las patologías derivadas de la contaminación ambiental y la destrucción del medio ambiente. Sumar las realidades enunciadas ofrece un panorama deprimente, no sólo por el hecho de que en los países pobres muchas de ellas no se han solucionado, sino que se han multiplicado por el “brutal” incremento poblacional: hoy “cohabitamos” 7,800 millones de habitantes mientras que en 1950 la población sumaba 2,600 millones, en 1987, 5,000 y en 1999, 6,000 millones. Nutrir, agua potable, distribuir vacunas y alimentos de buena calidad ha sido meta reiterada de las incontables reuniones de organizaciones mundiales.
Quienes perviven en la sierra de Oaxaca, en las colonias periféricas del Distrito Federal, en Haití, Mozambique o en los campos de refugiados palestinos sin duda desmentirán las cifras edulcoradas del Banco Mundial, de la Organización Mundial de la Salud y de todos las etcéteras. Una primera conclusión: las determinantes primarias de la enfermedad son económicas y sociales por lo que las soluciones deberán ser, Perogrullo dixit, económicas y sociales. Imposible contradecir la ecuación previa: mientras el estatus económico no mejore el estatus social carece de esperanza: el consumo de tabaco y alcohol suele ser mayor en comunidades pobres o marginadas.
Ejemplo vivo es la población negra en Estados Unidos: el consumo de alcohol guarda una relación estrecha con el medio social en el cual se vive. Lo mismo sucede con la tasa de suicidios: entre más “enferma” se encuentre la sociedad, mayor número de suicidios y homicidios. Numerosos estudios han evidenciado una relación directamente proporcional entre bajos niveles económicos y mortalidad “temprana”. En EU, investigaciones efectuadas en el siglo pasado demostraron que la tasa de mortalidad era tres veces mayor en personas que no terminaron la preparatoria en comparación con quienes habían finalizado cursos universitarios. Los datos previos conforman un rompecabezas difícil de ensamblar.
La segunda conclusión es desesperanzadora: mientras el mundo siga siendo desgobernado por políticos ineptos como los Trumps, los Peñanieto, los Bolsonaros o los Maduros y las diferencias económicas abismales entre quienes más tienen, y quienes menos tienen —46% perviven con menos de cinco dólares al día— nuestro mundo no seguirá igual, empeorará. Aguardemos, si acaso hay algún estudio en progreso, el porcentaje de muertos pobres debido al SARS-CoV-2. En nuestro país las estadísticas pertenecen al gobierno. Las maquillan y maquilan según sus necesidades. Sin duda, la mortalidad es mayor en las clases pobres, aunque, quizás Hugo López-Gatell cuente con otros datos.