Ni siquiera los creacionistas más acérrimos piensan que todos los sucesos en la Tierra y todos los acontecimientos negativos en la otra Tierra, la Naturaleza, son designio divino u órdenes escritas por los dioses antes de la aparición del ser humano en la Tierra. Vamos, vamos…, ni Putin ni Trump, ni Bolsonaro ni Palin, ni Xi Jinping piensan que la destrucción de nuestro hábitat ha sido predeterminada. Al escribir predeterminada me refiero a toda la oralidad y a los mandamientos divinos promulgados antes de la aparición del ser humano y de otros seres quasi humanos como los animales, amén del resto de nuestros compañeros: árboles, plantas, cielo, insectos, ríos, mares, nubes, aire, tierras de cultivo, tierras en los parques para construir casas y ciudades. Vamos, vamos de nuevo: el ser humano versus la Tierra y la Naturaleza es un viejo embrollo tan antiguo como lo que engloba la palabra siempre. El problema es muy complejo: el tiempo transcurre y las mermas se reproducen: ¿cuánto más podemos destruir antes de que la destrucción nos cobre aún más? Los estragos no son gratuitos.

De acuerdo a las Naciones Unidas “la contaminación mata nueve millones de personas al año, el doble que el Covid-19…” “…un informe revela la existencia de ‘zonas de sacrificio’ medioambientales, lugares cuyos residentes sufren consecuencias devastadoras para su salud y ven (sic) violados sus derechos humanos por vivir en zonas altamente contaminadas”. El informe ofrece más datos, todos alarmantes.

Me refugié en la plataforma de la ONU con el fin de concatenarlo con la pasión humana por la caza de animales. A nivel global la humanidad destruye a la Naturaleza; a nivel individual algunos seres humanos cazan animales respaldados por el argumento, según sus versiones, de hacerlo cobijados por principios ecológicos: al matar animales la Naturaleza “se equilibra”. Hace pocos días la prensa informó acerca de la muerte, en Argentina, de un cazador tras "ser atacado por el animal, de más de mil kilos, al que le había disparado un fusil en Entre Ríos”. Tras leer la historia, a diferencia de lo que sucede en matemáticas, el orden de los factores sí altera el producto: antes de ser embestido por un búfalo, el cazador le había disparado a treinta metros de distancia con un fusil 408 (ignoro su potencia). El disparo no mató al animal. Herido y furibundo (los animales también se enojan), el búfalo se arrojó sobre la víctima. El guía que acompañaba a los cazadores disparó “varías veces” contra el animal. El cazador murió durante el traslado al hospital. La noticia no informa acerca de la situación del búfalo.

Establecimientos en dicha provincia, como Punta Caballos, han adquirido fama por criar animales silvestres como ciervos, antílopes, búfalos y muflones, los cuales, a posteriori, se convierten en presas para sus clientes. Inmenso desaguisado: criar y crecer animales para ofrecerlos a cazadores envalentonados con fusiles de por medio. Los trofeos son inmensos: pieles, cabezas y cuerpos enteros obtenidos por sus atrocidades son orgullosamente exhibidas en sus casas convertidas en museos. El costo por caza deportiva en ese sitio es de 500 dólares por día. Invadir el hábitat animal y matar animales no humanos no es ético a pesar de los argumentos de los cazadores.

Nadie ha de celebrar la muerte del cazador en cuestión ni de otros cazadores que llegan a pagar entre 5,000 y 25,000 dólares por matar felinos en África. En el mismo sentido nadie debería festejar la liquidación asimétrica de chimpancés con quienes compartimos árboles genéticos casi idénticos.

Destruir la Naturaleza cobra cada vez más. La Tierra parece no tener remedio, no por los cambios propios de la Naturaleza, sino por las embestidas de la humanidad contra ella. Disciplinas como moral (religiosa) y ética (académica) orientan: ni una ni otra justifican las conductas grupales e individuales de nuestra especie.

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Médico y escritor