Las narraciones sobre la enfermedad son interesantes. Le competen al enfermo y al médico. Uno la sufre, el segundo la interpreta y en ocasiones las padece. Los médicos que sufren alguna patología suelen entender mejor al paciente: padecer permite entender mejor al otro.

Los propósitos de algunas escuelas médicas donde los jóvenes galenos, como parte de su entrenamiento debían escribir poesía, cuento o ensayo siguen siendo adecuados. Otros recintos, más audaces, solicitaban a los alumnos en ciernes actuar como si estuvieran enfermos, amén de leer y comentar libros, danza, música, cine o pintura, donde el tema central fuera la enfermedad.

Las enfermedades son un pozo sin fín: todo cabe, nada escapa; llegar al fondo puede ser imposible. Las palabras buscan significar las incomodidades. No siempre es fácil interpretarlas o expresarlas. Darle voz al dolor es indispensable. Síntomas, miedos, dudas, incertidumbre son pilares de las alteraciones en la salud. Terapia no comprobada pero sin duda eficaz escribir un diario. Verterse en sus páginas y mostrarlas al doctor o a seres cercanos puede ser terapéutico. En Las crónicas del dolor (Anagrama), Melanie Thernstrom afirma, “Escribimos sobre el dolor, pero el dolor nos reescribe”. Los seres humanos escapamos de incontables y desagradables avatares. De la vejez y del dolor es imposible hacerlo; la edad, con frecuencia, es fuente de humillación y de dolor; el dolor petrifica, detiene, le resta vida a la vida.

Escribir un diario sobre la convivencia con las alteraciones corporales ayuda.

Encontrar las palabras adecuadas para expresarlo no siempre es sencillo. Comparto dos vivencias. Al hablar de su madre enferma, una paciente agobiada por el dolor de su progenitora dijo: “Mi madre miraba ora al frente, ora a los lados. Yo le preguntaba, ¿qué observas?’. Ella respondía: `nada’”. Otra enferma, casi paralizada por dolencias crónicas, desesperada, solía decir: “Todo a mi alrededor se encuentra paralizado. Incluso el aire pesa, resulta difícil respirar. Me parece que el aire se ha petrificado”.

La narratología, —“teoría y metodología crítica de las formas narrativas, en especial las literarias y cinematográficas”—, debería formar parte de los currículos básicos en las escuelas de medicina. La enfermedad como experiencia de quien la narra y de quien la escucha podría contribuir a mejorar el estatus actual de la medicina y promover un acercamiento más humano, una suerte de narratología médica.

El viejo oficio médico basaba buena parte de su éxito, sobre todo cuando la tecnología era exigua, en escuchar. La escucha tiende a desaparecer, no sólo en la medicina sino en la vida en general. Con el ascenso de la tecnología y la cuasi desaparición del rostro de los enfermos, la idea del filósofo Michel Foucault cobra vigencia; para él, la medicina moderna había comenzado cuando los médicos dejaron de preguntar a sus pacientes, “¿Qué le sucede?”. Esa pregunta abría una amplia gama de respuestas acerca de la vida y del entorno del enfermo. En lugar de compenetrarse con el doliente, la cuestión cambió: “¿Dónde le duele?”. Reducir la enfermedad a las uñas o a las orejas en lugar de acercarse a la vida del afectado y escuchar sus palabras imposibilita todo tipo de narratología médica.

Se han diseñado cuestionarios ad hoc para ayudar al enfermo a expresar sus molestias. “¿El dolor que siente tiembla, aletea, golpea, palpita, martillea, late?; ¿(su dolor), castiga, abruma, es cruel, rabioso, desdichado, cegador, mortificante, desdichado, nauseabundo, angustioso, terrible, torturador?”. Darles voz a las palabras del enfermo es fundamental; hacerlo es la piedra angular de la narratología médica.

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