Se escribe por incontables razones. Obligaciones aparte —contratos incumplidos, pleitos con bancos, reclamos contra servidores “públicos”, desplegados versus políticos—, la escritura “voluntaria”, la que surge del alma, la ejercida por amantes de las letras, diaristas, poetas, ensayistas, novelistas, la de los periodistas en busca de la verdad, de la mentira o del desprestigio, la que despliegan los críticos de arte o de literatura tras la decepción o el asombro de un texto en un espacio en donde todo cabe. Todo significa alegría, dolor, vida, muerte. El ser humano sería menos humano si no existiese el mundo de las palabras escritas.
La escritura, sus expresiones, sus vínculos con las ideas previas y las siguientes es una casa inmensa cuyas puertas y ventanas se abren y cierran en busca de nuevas historias y nuevos huéspedes. La escritura es un hábitat inacabado: en sus palabras inicia y finaliza el tempo de uno, aquel donde la persona se desdobla en su alter ego.
Algunos seres humanos, al enfermar, cogen lápices, papel y gomas, y escriben. La escritura se convierte en una suerte de diván sui géneris: musa, amor, hambre, miedo y dolor son acicates. Mirar y mirarse, desnudar y desnudarse, basta. Recorrer el interior gracias a una suerte de auto radiografía permite darle voz al dolor. La enfermedad puede y debe narrarse. No tanto por lo que se ha dado en llamar narrativa de la enfermedad. Las razones son más poderosas: contar historias sobre el cuerpo enfermo cura un poco y ayuda a auto-entender el periplo de quien lo cuenta. Hacerlo permite “mirar a través de las paredes”.
Cuando la enfermedad se convierte en parte de la vida, escribir una idea, una oración o unos párrafos, abre brechas. Brechas donde el alma herida por las numerosas vicisitudes de la enfermedad busca, en las letras, en la pintura o en la música, un rescoldo donde recargarse. Patología significa desarreglo. La normalidad del cuerpo, la de los días, la de la vida que transcurre en un tronco sano llega a su fin cuando la enfermedad, el nuevo inquilino, compite con el tejido original. La realidad es cruda e interesante: el hábitat normal de la persona alberga, sin desearlo, otro ser, el de la enfermedad, cuyos tentáculos ahorcan el alma y desestabilizan el cuerpo del recipiendario.
La enfermedad es un ser, un ser nuevo, cuyos brazos se asientan y dependen de la vida del esqueleto prístino. La pregunta, desde la escritura no médica, no científica, no es ¿por qué enferma el cuerpo?; la pregunta y el dilema son otros: ¿qué hacer cuando el tronco enferma? Tema imperecedero el del ser que sufre. Historia cuya historia es la historia del ser humano. Dicha narrativa, repetida y contada ad nauseam, es fundamental para quien recién enferma; poco importa que otros ya lo hayan contado. “La realidad es interminable; la del dolor es inabarcable; las palabras y la escucha son pequeños antídotos contra el Mal”.
Para algunos enfermos volcarse en las letras implica mantenerse vivos. La escritura es un cuaderno inacabado. Todo cabe en ella. “Hoy, tras dos semanas de cama, sin moverme, sin apenas comer, advertí cómo me miraba mi perro. Comprendí su dolor. Entendí su mirada: Dijo adiós sin decir adiós. Nos despedimos. Él lo entendió. Marcho tranquila”.
Se escribe con letras impresas, se escribe con letras sin tinta. Se escribe para uno y se escribe para el mundo. Narrar, contar y ser escuchado cuando cuerpo y alma enferman es vital. La pócima humana/humano difiere del bisturí y de los medicamentos: no cura igual pero sí cura: “gracias a la escucha la vida continúa”.