La proliferación y alcances de la tecnología, incluyendo la médica, así como el poder inimaginable de la comunicación, cuya reproducción geométrica alcanza cotos ilimitados, favorece el desarrollo de la comunidad; sin embargo, sería erróneo soslayar las confusiones propias de la era fake news. Reconozco mi obsesión por el tema. Corro el riesgo de repetir algunas ideas sobre morir con dignidad pero tengo la certeza de plantear nuevas disquisiciones.
Característica y bien fundamental de la vida moderna es, en sus diversos e inabarcables ámbitos, la comunicación. Con ella, por ella y en ella, se está o no se está: o mejor, parafraseando a Shakespeare, “Ser o no ser, ésa es la cuestión”. La disquisición, en el ya avanzado siglo XXI, radica, de nuevo, en viejas admoniciones: ¿somos dueños de la comunicación o ella es quien nos domina? Dos escenarios, no maniqueos, como invitación para continuar la discusión.
Primero. Una de las metas de los medios de comunicación radica en informar. Informar provee conocimiento. La suma de ambos atributos, i.e., información y conocimiento, le ha permitido al individuo explorar nuevos derroteros y le ha abierto la posibilidad de asumir o no determinadas decisiones. Cuando se padece alguna enfermedad terminal es fundamental cuestionarse si vale o no la pena continuar.
Estado político y Estado religioso tienden, en la mayoría de las sociedades, a minimizar la voz de la persona, a coartar su libertad e impedir que se manifieste motu proprio. La contradicción es enorme. Ofrezco una respuesta: ¿de qué sirve adoptar una posición basada en el poder de la comunicación si cuando se enfrenta la decisión más compleja de la vida, optar por la muerte, los Estados le impiden a la persona adueñarse de su final?
Segundo escenario. Durante toda la vida, desde la infancia temprana, la sociedad obliga a las personas a decidir. Decidimos por todo y para todo. A mayor edad, independientemente de la condición económica, es menester elegir por uno u otro camino. Así es la costumbre, así se triunfa o se fracasa. Decisiones cruciales como enrolarse desde la primera juventud en el narcotráfico o emigrar de un país a otro, ambas por falta de oportunidades con tal de sobrevivir, no requieren la bendición del Estado político ni del Estado religioso, cuyo cobijo y respuestas son cada vez más insuficientes y groseras.
Si la comunidad exige tomar posición y si el individuo se dota de información y conocimiento, ¿por qué no hacerlo con libertad, no agazapados, cuando se confrontan determinaciones fundamentales cruciales sobre la vida misma? Ofrezco una respuesta, sujeta a crítica. Si a lo largo de la vida el ser humano crece y se desarrolla a partir de opciones complejas —emigrar, enrolarse en el narcotráfico, convertirse en espía—, ¿por qué los Estados incrementan su contumacia al no permitirle a la sociedad elegir y confrontar problemas ríspidos como abortar o bien morir?
El derecho a morir con dignidad en 2023 no es obsesión, es realidad. La sociedad ha avanzado en muchos avatares. Poco lo ha hecho en dilemas fundamentales tales como autonomía y libre albedrío. La dupla Estados políticos y religiosos se ha convertido, con frecuencia, en enfermedad. Ni dialogan ni permiten el disenso. Ésa es una de las razones por las cuales la eutanasia y el suicidio médicamente asistido sólo se permiten en ocho países.
¿Qué pensará la sociedad en treinta o más años con respecto a nuestras actitudes en relación a morir con dignidad? André Breton lo dice bien: “El presente más hermoso de la vida es la libertad que nos da para dejarla a nuestra hora”.
Médico y escritor