Morir, el fenómeno al lado de su contraparte, nacer, es, junto a otras realidades palpables como la miseria, evento ineludible del cual nadie, salvo las diferentes deidades, puede escapar. Los religiosos tienen suerte: hablan acerca del más allá como si hubiesen recibido información verbal por medio de un médium, una aparición, un sueño o algún tipo de revelación. Los envidio: fenecer debe ser menos traumático cuando “algo”, de preferencia el paraíso, aguarda.

Los puntos finales muchas veces son complicados. El de la muerte, salvo para quienes profesan alguna fe, es cenit. Entregarse a una deidad aminora la crudeza del adiós. En eso se parecen judíos y cristianos. En cambio, para los ateos, tras el desenlace todo acaba. Menudo brete. Sobran inquietudes: ¿Es en serio que todo acaba?, o bien, ¿es posible que no todo termine? Algunos ateos declarados, incluso los ateos profesionales, término acuñado por Christopher Hitchens, ante el último suspiro —él no lo hizo—, reculan, se disculpan y buscan el manto protector de ministros religiosos. Como nadie ha regresado de la muerte es imposible saber qué sucede por allá. Ignoro, lo confieso, sin tapujos, cuál será mi conducta cuando la parca me busque. Se necesitan agallas y valor para partir sin temor.

Las palabras previas tienen historia. Mientras manejaba por Ciudad de México leí en la pared de una funeraria: “La mejor funeraria de México está aquí”. Intenté estacionarme. Fue imposible. Marqué por teléfono, nadie contestó. Me interesaba hablar con los responsables de la exhortación.

Al día siguiente intenté regresar. Era grande la curiosidad. El anuncio, pensé, no sólo debe basarse en los precios, la calidad de los ataúdes, los posibles epígrafes sugeridos por los dueños tras enterarse de las virtudes y (pocas) patrañas del occiso, la rapidez del entierro, o, incluso, el embalsamiento en caso de solicitarse. Los dueños deben saber algunos vericuetos sobre el final. La experiencia siembra. La experiencia forma. De ser veraz su propaganda, “La mejor funeraria de México está aquí”, competencia y mentiras aparte, acercarse a los dueños debería, me dije, ser gratificante. “Ellos sí saben, no son como Peña Nieto cuyo currículo, de acuerdo a The Economist, reza, ‘no sabe que no sabe’” —escribí reza...—.

La mala suerte no me permitió llegar a la funeraria. Dos asaltos a media cuadra, un atropellado una esquina atrás, quince semaforistas en huelga frente al local, un desempleado recién desempleado —el único durante el régimen de la cuarta transformación morenista— y, para rematar, una manifestación de estudiantes que casi estaba por cerrar la circulación me impidieron llegar a la casa funeraria. Marqué desde mi celular. Una grabadora repetía un eslogan similar: “La mejor funeraria de México es la nuestra (está aquí)”.

Me quedé con ganas de saber más. Tenía intenciones, llegado el momento, de volverme su cliente. Me dije de nuevo: los dueños de la funeraria saben “algo más”. Amén de sus servicios, deben contar con otro tipo de datos sobre los sucesos post mortem.

No he ido de nuevo por falta de tiempo, y, no lo niego, por temor. Siguen sin contestar y yo continúo desglosando la aseveración de los enterradores. A los ateos nos urge saber los significados íntimos de su invitación. Hoy en día, cuando los muertos del mundo por violencia casi igualan a quienes fenecen por edad o enfermedad, bien valdría la pena acercarse a los propietarios de la funeraria, adelantarse a un posible asesinato y reservar un lugar. “Por si las moscas”, recomienda la sabiduría popular. “Por si las moscas”, marcaré tras el punto final.

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