Ante la muerte la humanidad siempre pierde. Pierde porque quien fallece no puede narrar los últimos minutos. Fracasa porque cuando se apersona atrapa a su presa, carga con ella, la calla. Ante el final, caemos derrotados: ni las películas, ni los poemas, ni las novelas, ni la filosofía son suficientes para explicar el último evento. Quien más convence es Woody Allen; cuando le preguntaron qué pensaba de la muerte, respondió, “no estoy de acuerdo con ella”.
No sólo es la conciencia de la muerte lo que nos diferencia de los animales. Es algo más. La idea de la muerte es la columna vertebral de la existencia humana. Su majestad la parca es el mayor impulso para hacer de la existencia un espacio digno de habitar. De ahí el temor de los últimos días. Desaparecer, no existir, son palabras lejanas ajenas al vocabulario de los vivos.
Los médicos explican el cese de la vida con facilidad: el corazón para, el cuerpo se enfría, la respiración cesa. Esos argumentos contundentes significan muerte. El proceso final, justo el pequeño e infinito momento dictado por su alteza la muerte escapa toda definición. El suspiro postrero, el movimiento apenas perceptible de los globos oculares, las palabras póstumas y la última mirada retan: no bastan ni la sabiduría ni el conocimiento para explicar qué sucede cuando todo sucede ni el momento preciso cuando la muerte cancela la vida. ¿Cuánto tarda la muerte?, ¿diez segundos?, ¿veinte?, ¿más?, ¿menos?
Algunos poemas japoneses a la muerte resumen las palabras previas. Yokuo Tokuken, monje zen, murió a los 76 años. Dos días antes de fenecer convocó a algunos monjes. Les dijo: “Las palabras de alguien que va a morir no son un asunto baladí. Es un umbral que todos hemos de cruzar. Decidme lo que penséis al respecto”. Momentos antes de partir escribió: “Mis setenta y seis años han terminado / No nací; no he muerto / Las nubes flotan en el vasto, altísimo cielo / La luna sigue su camino de un millón de años”.
La muerte no ha cambiado, no existen dos versiones. Han cambiado la sociedad y la esperanza de vida. Ambos factores han modificado el proceso final. La modernidad dicta, el ser humano toma nota; los medios de comunicación ordenan, nuestra especie se amolda; la tecnología biomédica crece sin cesar, los doctores la utilizan. La obsesión desmedida y comercializada por la salud, la reproducción geométrica de productos para prolongar la vida, así como el auge de clínicas antienvejecimiento son características de nuestra época. Estas conductas alejan al individuo de su yo interno e impiden reflexionar acerca de la propia muerte. Vivir más años, ochenta en la actualidad, cincuenta y menos hace algunas décadas, no amortigua el peso y el dolor del último adiós, al contrario, impide entenderlo: acumular vivencias dificulta la despedida.
Después de la Segunda Guerra Mundial la muerte se medicalizó y se convirtió en negocio. Fenecer en casa, años atrás era la norma, lo deseable, lo humano. Ahora, la mayoría de las familias en Occidente procuran dejar a sus moribundos en los hospitales. El final se ha burocratizado, se ha despersonalizado y nos ha derrotado: aun cuando la muerte soluciona y en ocasiones acaba con vidas sin vida, el final no siempre es bienvenido. El uso desmedido e inadecuado de la tecnología médica atenta contra la dignidad del enfermo y de los suyos.
Si bien es complejo entender el proceso, no lo es escuchar a quienes saben que han de partir. “Fuera sigue la vida. Dentro todo ha acabado”, escribió un enfermo tres días antes de morir. “Ninguna muerte es igual a otra muerte. Ninguna vida es igual a otra vida. Yo sé lo que fue mi vida. Ahora deseo saber cómo será mi muerte”, fue la última nota de un enfermo asediado por múltiples patologías.