Empecé a escribir estas palabras tras la muerte de dos amigos. A uno lo veía con frecuencia y al otro lo buscaba cuando parar y meditar en su compañía era necesario. Ambos tenían historias diferentes y los dos tejían sus vidas con herramientas distintas. La diversidad nutre, amista, y genera aprendizaje.
El final de una vida cercana exige detenerse, mirar hacia atrás y mirarse. Nada ni nadie siembra preguntas como lo hace la muerte. Dueña de verdades imperecederas abre incontables puertas, entre ellas las de la reflexión. Repito: nadie ni nada remueve la vida como lo hace el final. Confrontar lo absoluto confronta a uno consigo mismo y con su alter ego. Dolorosa y tenaz escuela la de los difuntos. No hay quien no recorra sus pasillos y no entre en sus salones y no hay quien no valore la propia existencia y la de los seres cercanos tras deambular por sus corredores.
La muerte carece de voz, no de palabras, no de preguntas. Alguna vez leí que la muerte se nutre de palabras. Es cierto. Primero devora y guarda las letras de las palabras. Después las ordena y les da vida. En el silencio que rodea los días tras el deceso de los seres queridos, las palabras viajan. Escucharlas reconforta. No se requiere demasiada imaginación para oír las oraciones de los difuntos, basta sentarse a solas y recordar.
Quienes afirman que el último adiós es el summum de la introspección tienen razón. Poesía, filosofía, cine, teatro, danza, música y todas las actividades destinadas a nutrir y embellecer el alma del ser humano han dedicado incontables notas, movimientos y preguntas sobre el final. Hurgar en el pasado y recoger sus enseñanzas es oficio de la muerte. Por eso pregunta y nos pregunta. El último adiós conlleva pérdidas. Imposible negar la realidad, inútil eludir nuestra vulnerabilidad. Observar el mundo con otro ritmo y sentirnos observados por otros ojos es también atributo del último adiós.
Ambos amigos eran diferentes. Calificar es oficio humano. Laudar las diferencias y nutrirse por las similitudes construye. Ambas vivencias retratan, ambas permiten mirar y mirarnos desde otras perspectivas. Nuestra idiosincrasia califica. Así es la condición humana. Así crecemos, así se nos enseña. No evaluó en este texto la conducta de la especie humana, prefiero no hacerlo y menos ahora cuando pienso en la muerte de mis conocidos. Opto por escribir y hablar en el mismo espacio acerca de la amistad y la muerte. Admirar lo diferente y apreciar lo similar edifica. Habitar los incontables rincones y tiempos de la existencia acompañado por amigos es uno de los grandes regalos de la vida.
La muerte detiene por un tiempo el tiempo. La frase previa no es un descuido, es intencional. Nada interrumpe y desteje los días como lo hace el final de un ser querido. No sólo por el hecho, siempre terrible, de no verlo más, ni saber de él, ni escuchar sus palabras. Es algo más, algo mucho más intrincado. Las palabras nunca son suficientes. En ocasiones reproducen algunos sentimientos —“y sonríes desde la eternidad y nunca terminas de irte”—, y otras veces fracasan: quienes escriben sobre la muerte pasan el tiempo buscando las palabras adecuadas para dialogar con las palabras ya escritas.
El tiempo infinito de la muerte es sordo. Imposible acceder a él. En un instante, en un suspiro, se apropia de la voz y del cuerpo. Rescatar las cenizas y hacer de ellas compañeras y cómplices e impedir el olvido generado por los estragos del tiempo es el reto. Si se lidia y se confronta con entereza esa afrenta queda un consuelo: el triunfo de la muerte nunca será absoluto. Hay quienes dicen que los difuntos no mueren del todo si hay quien los recuerda.
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