In memoriam.
Eduardo Sada:
Hay pérdidas irreparables.
La tuya es una de ellas.
En México la inmensa mayoría de los desaparecidos no regresan. Fenecen sin sepultura. Mueren sin que nadie, salvo los asesinos, sepan lo que sucedió. Cómo murieron, cuánto tardó el proceso, cómo y quienes llevaron a cabo el asesinato, si la tortura sumó todo el dolor del mundo, si fue violada o violado, si deshicieron el cuerpo en formol o sustancias similares son preguntas sin respuestas. La inmensa mayoría de los deudos, si no la totalidad, desearían conocer detalles de los últimos días y horas de sus familiares. Todos quisieran contar con el cuerpo, no para poner punto final, sí para iniciar el duelo y tener la oportunidad, a pesar de la presencia de dolores incurables, de retomar la vida, la vida siempre incompleta.
Nunca será lo mismo enterrar y cerrar que no enterrar y no cerrar. Donde campea la injusticia y la barbarie, donde las autoridades carecen de interés, sapiencia y voluntad, y donde el apoyo gubernamental es exiguo o nulo, tanto el dolor como el enojo se multiplican. Desde hace años, México se ha convertido en un gran y peculiar cementerio. Las muertes por diversas sinrazones crecen sin cesar y los cadáveres de los desaparecidos y de los asesinados por violencia se encuentran diseminados por doquier.
Nuestro país es un cementerio sui géneris: sus tierras albergan restos humanos en casi todo el territorio. Los deudos, sin sus muertos, constituyen una nueva subpoblación cuyo encono contra el Estado es comprensible e in crescendo.
Nuestra geografía es variopinta. Desde hace dos décadas y un poco más, incluye a esta nueva población, donde priva el rencor, la desesperanza y la tristeza contra los últimos gobiernos, a lo cual debe agregarse la decapitación sin individualizar ni indagar la salud o la insalubridad de los fideicomisos, algunos relacionados con los colectivos dedicados a cavar fosas en busca de los suyos.
Hay experiencias intransferibles. El dolor de los deudos cuyos seres queridos no aparecen es el culmen de ese malestar. Vivencias similares experimentan los familiares de las personas asesinadas, violadas, tratadas como objetos sexuales o secuestradas por tiempos prolongados. Cuando el incordio son los desaparecidos no es posible iniciar el proceso del duelo, vivencia imprescindible abocada a cerrar heridas y abrir las puertas de la recuperación.
Los deudos que carecen de la posibilidad de elaborar y vivir su duelo, en este caso por incompetencia de nuestros gobiernos, perviven desgastados y enojados contra los políticos. No sobra recordar una, entre tantas, de las sandeces de Felipe Calderón. Amén de ser el principal instigador de la “guerra contra el narcotráfico”, Calderón pretendió, y por supuesto fracasó, cuando intentó resarcir las heridas a través del absurdo Memorial de las Víctimas.
En México hay muchos méxicos incrustados en el cuerpo del original. El de los desaparecidos es uno de ellos. Los familiares y amigos de estas personas no pueden más que despreciar al gobierno. Los familiares de cada uno de las decenas de miles de desaparecidos —en nuestro país es ético no creer en ninguna cifra oficial— conforman uno de esos méxicos profundos donde el desdén hacia el Estado y sus representantes es regla. Aunque el gobierno instala oficinas dedicadas al problema, las soluciones brillan por su ausencia. La desaparición de los fideicomisos incrementará el encono y la desconfianza en el Presidente y su pseudo gabinete. La toma de las instalaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en el Distrito Federal traduce parte del malestar de los grupos que exigen soluciones y no sólo palabras.
Mientras los desaparecidos continúen siendo desaparecidos México seguirá escindido. Quienes habitan los méxicos no gubernamentales representan problemas para el México de AMLO.