En la Grecia antigua, la sociedad apreciaba, en primer lugar, a los filósofos: sus opiniones eran necesarias y bienvenidas. Los médicos ocupaban el siguiente sitio: la población “se entregaba” a ellos por razones obvias. Es fácil comprender el respeto hacia la sabiduría filosófica. Amén de ser contagioso, el conocimiento de quienes han escrito y leído siempre es una guía muy apreciada. En cambio, ¿qué podían ofrecer los galenos, yermos de tecnología y de medicamentos eficaces? Avanzado el siglo XXI, para quienes valoran la clínica, la respuesta es sencilla: los enfermos buscaban ser escuchados. Confianza resume el encuentro exitoso entre ambos.
En la actualidad la Filosofía sigue acumulando saberes. Quienes la leen o la estudian a menudo encuentran en sus páginas motivos para disecar la realidad y, de ser posible, construir razones para aspirar a la felicidad.
Tiempo atrás una caricatura en la revista The New Yorker ilustraba en pocos trazos la idea anterior. El contenido de un frasco grande, como los que se usaban en las farmacias antiguas y que aún se pueden observar en boticas pequeñas u homeopáticas, era singular: en vez de pastillas había libros. En sus lomos se leía: Aristóteles, Schopenhauer, Spinoza, Kant… El mensaje es claro: más filosofía, menos Prozac; más sabiduría, menos tecnología médica; más lectura y diálogos, menos colas en pasillos de laboratorio o de radiología.
Reflexión similar merece la idea, harto citada, poco ejercida, de José de Letamendi y Manjarrés (1828-1897), galeno español interesado en el humanismo: “El médico que sólo sabe medicina, ni medicina sabe”. Ha transcurrido más de un siglo desde que de Letamendi expuso las limitaciones de los galenos monopensantes: los enfermos buscan no sólo prescripciones farmacológicas, requieren dialogar. Avanzado el siglo XXI, los enfermos necesitan, asimismo, comprender los caminos de la enfermedad, los motivos de las intervenciones médicas y las interrelaciones entre los conceptos previos y la ética médica, disciplina cada vez más urgente.
En el mundo de la medicina todo ha cambiado. Las relaciones entre seres humanos, i.e., galenos y pacientes, se rigen a partir de conceptos diferentes. La tecnología ha sepultado dicha relación. Hace no mucho tiempo la tecnología modificaba pero no transformaba. Dicha realidad deviene una cascada: “A mayor poder técnico mayor transformación. A mayor transformación mayor ‘éxito’ médico. A mayor éxito’ vía tecnología menor relación con el enfermo”. Conforme transcurre el tiempo, los límites técnicos y naturales sobre la vida, desde el embrión, se esfuman y desaparecen con celeridad. Quienes siguen considerando que el valor del ser humano es lo fundamental hacen lo posible por fortalecer la ética médica, el ultimo bastión contra la técnica.
¿Transformar la Naturaleza es perverso?, ¿se juega a ser Dios?, son preguntas imprescindibles ante la multiplicación geométrica de la tecnología. La cuestión “jugar a ser Dios”, en el contexto médico y técnico no hace referencia a conceptos religiosos, sino a los infinitos alcances técnicos de la profesión. Dicha realidad se concatena con la posibilidad cada más plausible de seguir trasformando, desde el punto de vista genético la Naturaleza íntima del ser humano.
La sociedad suele moverse más rápido que la política; confrontar el poder de la tecnología médica y sus intereses económicos es obligatorio. No desprecio, lo subrayo, en absoluto la techne; en muchas situaciones sus beneficios y sus propósitos son invaluables.
La Grecia antigua ha muerto, no así sus mensajes. De Letamendi también ha muerto, no su convocatoria.
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