Ejercer medicina durante muchos años deviene panoramas múltiples. Es provechoso haberla practicado en hospitales gubernamentales y en privados, y es inadecuado no hacer de la medicina fuente de reflexión. Dolor, enfermedad, muerte, ética y tecnología médica son abrevaderos infinitos. Hacer de ellos casa vale la pena. A lo largo de mi carrera he anotado ideas, unas propias, otras provenientes de revistas médicas, muchas de enfermos. Algunas las he utilizado en otros escritos tanto por su trascendencia como por las cuestiones enraizadas en dichos textos. Soy tautológico, esto es, me repito y, lamentablemente, no siempre ofrezco respuestas.

Comparto dos ideas, una “vieja”, otra actual. Aclaro: “lo viejo” no siempre es viejo: con frecuencia el mensaje es vigente.

I. En 2003, un grupo de científicos publicó un estudio interesante en una revista británica. El objetivo de la investigación fue comparar las vivencias asociadas con la muerte por diversos tumores malignos en países ricos y pobres. Los hallazgos convocan; en Kenia, los pacientes pedían morir para evitar sufrimientos y dolores, mientras que, en Escocia, los enfermos querían precipitar el final por los efectos indeseables de la quimioterapia. Las enfermedades -soy tautológico- son escuelas de vida.

El abismo entre ambas realidades es inmenso. Los pobres se acercan a la idea de la muerte por carecer de recursos para paliar el dolor y pervivir con dignidad; los ricos buscan terminar su agonía debido a las miserias de la atención médica, con frecuencia deshumanizada, a la frialdad de los servicios de hospitalización y debido a los efectos indeseables de la quimioterapia.

Ambas situaciones son reales, ambas denuncian algunos tropiezos de la medicina contemporánea. Unos mueren mal como consecuencia de la pobreza; otros fallecen con dificultad debido a los excesos de la medicina. En los primeros, ausencia de Estado bienhechor, injusticia, endeudamiento in útero, y mala calidad de vida son razones subyacentes. En los segundos, pérdida de la relación entre enfermos y médicos, así como la frecuente ausencia de un núcleo familiar sólido son algunas causas por la cuales morir es mejor que pervivir.

Ambos grupos fenecerían mejor cobijados si el término calidad de muerte fuese parte del vocabulario humano, de enfermos, médicos y familiares. No es así: la vida moderna, la vida líquida, apuesta por calidad de vida y no por calidad de muerte. Vender calidad de vida significa ganar dinero; acompañar a los enfermos terminales y ofrecer calidad de muerte no es redituable. El tópico, calidad de muerte merece discutirse.

II. En México, las situaciones antes descritas son reales. Vivimos inmersos en la trampa epidemiológica: padecemos y morimos por enfermedades propias de los países pobres –diarreas en bebés, desnutrición en infantes, neumonías en viejos-, y gastamos recursos no disponibles en patologías propias de las naciones ricas –accidentes automovilísticos, cánceres, insuficiencia renal crónica. La trampa deviene pobre atención médica, insuficiente y de mala calidad. La trampa en México, la denominaré trampa mexicana, es inmensa y, me temo, sin posibilidad de escapar de ella; cincuenta millones de connacionales carecen de servicios médicos.

III. Dos escenarios médicos, humanos. El de los pacientes terminales requiere reinventar los derroteros de la medicina. El de la trampa mexicana exige políticos honestos, preparados. Los actuales, los del primer sexenio de Morena, enfermaron más a los enfermos. Ambas realidades conciernen a la ética médica. En ambos terrenos soy pesimista.

Médico y escritor

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