¡Me han robado mi muerte! El fin de un daño colateral, de Anne Marie Beaudoin Perron (Editorial AMBP, Voces y Ecos del Corazón, Quebec, Canadá) es la mirada de una madre doctora sobre el larguísimo proceso de muerte de su hijo Eduardo. La dualidad de Anne, madre, doctora, difiere un poco de la de otros progenitores con hijos tetrapléjicos: cuenta con elementos científicos para comprender los daños irreversibles y las quasi nulas posibilidades —lo sé, hay “milagros”— de abandonar su estatus. Vivir sin vivir es inhumano. Buscar la muerte y no conseguirlo es amoral. No sorprende. Así es nuestra especie: se asesina sin razones por doquier y poco se escuchan las voces de quienes piensan que elegir morir, arropados por dignidad, valentía y una suerte de ética propia tejida conforme transcurren los años es un derecho. La existencia de Eduardo estuvo impregnada de mermas y desesperanza. Debido a una falla cardiaca, cuando tenía seis años, fue reanimado y conducido a una unidad de terapia intensiva. A partir de entonces pervivió en malas condiciones; tanto su cuerpo como la mente sufrieron consecuencias. La tetraplejia, i.e., parálisis total o parcial de brazos y piernas, es un mal devastador, tanto para quien la padece como para sus seres cercanos.
Este grupo de personas requiere respuestas. La mayoría sufre. Son personas mentalmente competentes y físicamente incompetentes. Funcionan la mente y la vida de relación. No funciona el cuerpo. La dependencia es absoluta. Así fue la existencia de Eduardo acompañado por Anne, quien dedicó diecisiete años a cuidarlo.
Eduardo consideró, conforme crecía, que su vida no merecía la pena vivirse. En 2018 se empezaron a abrir las puertas para legalizar la eutanasia en Canadá, pero no cumplía con los requisitos estipulados por la ley. Anne se comunicó con una pequeña organización suiza sin ánimo de lucro que apoya el suicidio asistido. En 2019 murió en Suiza acompañado por su progenitora.
¡Me han robado mi muerte! me recuerda frases similares de personas cuya enfermedad había sepultado los deseos de pervivir. Morir era la única opción para despedirse del mundo con dignidad. Decir adiós, motu proprio, pensaban, enaltece el final, abraza a los suyos y desbroza el difícil terreno para los seres cercanos. Reproduzco algunas ideas: “La medicina ha prolongado mi muerte”; “encontraré la vida tras mi muerte”; “no paro de morir”. O bien, como explicó Ramón Sampedro “mi vida no es vida”, el marinero que pervivió tetrapléjico durante años y feneció cuando una mano amiga le dio a beber veneno para ratones (cianuro) y cuya historia llevó al cine Alejandro Amenabar en Mar adentro.
Narrado en un lenguaje sencillo, comprensible, sin dramatismos, el libro conduce al lector por el periplo doloroso y fangoso de un joven que no cejó en buscar cómo mejorar sus condiciones. Su espíritu e inteligencia lo empujaban a seguir; su cuerpo lo maniataba. Conforme se cerraban las puertas Eduardo afianzaba sus deseos de morir. Conforme transcurrían los años, madre e hijo entendían que el culmen de su relación era ayudarle a fenecer.
El libro es un tratado sui generis de amor hacia la vida, hacia el hijo. Las reflexiones de Anne son un manifiesto profundo sobre la dignidad. El periplo narrado debería ser texto obligatorio para quienes ejercen la medicina y para la población en general con respecto a los límites de la medicina y los límites de la vida. El texto duele porque el caso de Eduardo es el de muchos eduardos, cuya pervivencia, cuando no se cuenta con apoyo económico o con figuras como Anne es terrible.
Anne: “Hoy Eduardo se ha marchado, estoy sola, pero me queda la esperanza de que el testimonio de su vida se propague y logre tocar a las generaciones futuras”.