Transmitir malas noticias debería ser una suerte de arte. Por arte me refiero a comunicación, no a obras artísticas. En un tiempo donde la comunicación dista mucho de ser comunicación y la credibilidad se enjuta con celeridad, compartir malas noticias es crucial. A nivel macro el escenario es conocido. El desdén hacia políticos, sin obviar a ministros religiosos, banqueros u organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial es cotidianidad. Dadas sus actitudes y el pésimo resultado de sus acciones e inacciones, la mayoría de sus aventuras fracasa y siembra desconfianza. La población, harta de la égida política y afines, los menosprecia y acusa por sus flagrantes contradicciones e innumerables torpezas.

A nivel personal el panorama presenta otros retos. El contacto profundo y la ausencia de escucha en nuestros tiempos es norma. La rapidez y la carencia de voz viva, no vía artilugios mecánicos, tiende a sepultar el contacto humano. Todo lo anterior como preámbulo para referirme al oficio o arte de transmitir malas noticias en el ámbito médico.

No existe una definición o adecuada sobre el término. La (sin)razón es el magro interés académico en el tema. Ensayo un concepto. Entiendo por malas noticias cualquier información que ponga en entredicho el futuro del paciente, sea por la patología o por no existir terapias adecuadas. Tampoco hay materias ni cursos médicos dedicados a informarle al enfermo y a los familiares malas noticias. La única escuela se basa en el interés del galeno por la persona. Empatía y compasión son simiente insustituible. Tiempo y dedicación para dar buenas o malas noticias son elementos imprescindibles. El problema es inmenso y quasi universal. Basta subrayar que la mayoría de las demandas contra doctores en Estados Unidos son por la falta de escucha; con frecuencia, en ese ámbito, y en hospitales saturados, los doctores, en ocasiones, no saben el nombre del enfermo. Si sumamos las variables enlistadas en este párrafo, i.e., interés, tiempo, dedicación, compasión y empatía, es dable concluir la complejidad del brete y la dificultad para encontrar soluciones “fáciles”. Debido a la ausencia de respuestas cavilar es obligatorio. Compartir malas noticias es complejo. Miedo de los médicos por sentirse culpables, incapacidad para dialogar, enseñanza magra de los mentores e interés escueto en la persona son alguna razones para explicar el brete.

En tiempos donde la tecnología abunda y enamora, doctores preocupados por la muerte de la clínica sugieren modificar los currículos universitarios e introducir materias cuyo leitmotiv sea comunicación. Imposible olvidar la magistral lección de León Tolstoi en La muerte de Iván Ilich. En síntesis, aprieto las palabras, Iván es víctima de cáncer abdominal, sufre dolores físicos intolerables y poco a poco le es imposible moverse. A pesar de haber construido un mundo a su derredor, “nadie” se acerca a él. La soledad lo corroe y lo acaba. La convicción de que se está muriendo y a nadie le importa se traduce en soledad. La incomunicación es uno de los ejes de la novela y es similar a la muerte de la clínica. Hace años, no sobra decirlo, en algunas escuelas europeas a los alumnos se les pedía actuar como si estuviesen enfermos o escribir poesía o prosa cuyo tema central era la enfermedad.

Nunca estará por demás repetirlo: el paciente requiere ser escuchado. De hecho, urge implementar esa vía, independientemente del diagnóstico, con pacientes terminales. Los médicos dedicados a la enseñanza han sugerido que el camino para implementar la comunicación radica en modificar los currículos. Aportar más tiempo al vínculo humano entre doctor y paciente, sin menoscabar la tecnología, es ingente.

Médico y escritor.

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