La inteligencia es un concepto complejo. No hay una definición universal ad hoc. Memorizar, adaptarse al entorno, actuar en forma adecuada ante situaciones nuevas, conseguir objetivos e incluso desarrollar sentimientos son algunos de sus ingredientes. La inteligencia, propiedad humana y de animales no humanos, es una de las características más trascendentales de nuestra especie y de las de nuestros congéneres. Perros, delfines, chimpancés —la mayoría de los políticos contemporáneos fracasan cuando intentan emular la inteligencia de chimpancés—, delfines, orcas, cuervos, ratas, hormigas, elefantes —como el que asesinó el ex rey Juan Carlos I de España junto con su amante—, loros, pulpos y, entre otros, gatos, son animales inteligentes. Los árboles tienen un lenguaje que se transmite a través de las raíces por medio del cual se comunican con sus pares.
La inteligencia artificial —IA—, ahora tan en boga, in crescendo, produce admiración pero también genera alerta entre quienes consideran que deberían existir, desde la ética y el humanismo, prioridades, límites, y una mirada crítica sobre ella. Inadecuado no cavilar en las capacidades del conocimiento/ciencia, tanto adecuadas, i.e., vacunas, biotecnología, medios de comunicación, como inadecuadas, i.e., bombas atómicas, destrucción de la Naturaleza, desaparición de miles de especies de insectos. Días atrás un grupo de “expertos” en IA publicaron un desplegado donde reclamaban frenar seis meses la “carrera sin control” de los ChatGPT, i.e., “programa informático inteligente que ayuda a automatizar diversas tareas capaces de responder ‘a cualquier cosa”. Los firmantes forman parte de la cultura, la ciencia, el dinero y otros avatares. Nombres como el historiador Yuval N. Harari, o Elon Musk, dueño de Twitter, reclaman un desarrollo seguro y sostienen, “desafortunadamente… la planificación y gestión de sistemas de IA no está ocurriendo… en los últimos meses los laboratorios de IA han entrado en una carrera sin control para desarrollar e implementar mentes digitales cada vez más poderosas que nadie, ni siquiera sus creadores, puede entender, predecir o controlar de forma fiable”. ¿Hacia dónde caminamos?: ¿Un nuevo Frankenstein?, ¿un neo mundo orwelliano?, ¿un libro no escrito por Ray Bradbury?
Al reflexionar sobre el poder de la IA, la idea de Ralph Waldo Emerson (1803-1882), ensayista, poeta, filósofo y abolicionista, “El fin de la raza humana será que eventualmente morirá de civilización”, debe releerse hoy y cavilar en ella tanto como sea necesario. Si bien la IA no habla de civilización, la cultura, el conocimiento y la ciencia son elementos que nutren a la denominada civilización; a vuelapluma, no es necesario “pensarlo bien”, los habitantes de la Amazonia se comportan “mejor”: destrozan y destruyen menos que la Europa civilizada, cuna de los orbans, los putins, o bien, de las huestes de Netanyahu o de Trump. ¿Hacia dónde deberíamos caminar?
La imparable IA seguirá reproduciéndose. No hay arneses suficientes para detener a nuestros Frankensteins. Lo que se debería hacer no se hará. Antes que todas las conquistas de la IA, distribuir conocimiento y civilización hacia las clases pobres e incluirlas en el mundo contemporáneo debería ser la meta.
Nutrir a las madres pobres cuando embarazan es imprescindible. La desnutrición in útero repercute en el desarrollo del sistema nervioso. La falta de proteínas provoca alteraciones estructurales y funcionales, las cuales impiden el desarrollo de la inteligencia. La IA es negocio rentable. La pobreza no lo es. El mundo feliz de la IA incrementará las distancias entre pobres y ricos, entre seres orwellianos y seres de carne y hueso.