En México las cifras nunca son fiables, y menos si proceden del gobierno, sea el actual o los previos. O las maquilan y maquillan a su favor, o no cuentan con los medios suficientes, ya sean personas “preparadas” y equipo adecuado, o bien, debido a que la comunidad no acude a denunciar por falta de confianza en las autoridades. No creer en quienes detentan el poder denota la deficiente situación política de cualquier país. Los índices de aprobación de López Obrador reflejan confianza en él, no en quienes “gobiernan a su lado” y tampoco en las instituciones avocadas a sus oficios: ¿hay estadísticas no lopezobredorianas sobre la eficacia, digamos, de las secretarías de Salud, Economía o Gobernación?
La imagen de nuestro país en el mundo apena. Al lado de los ejecutados, desaparecidos y decapitados, la epidemia del feminicidio merece titulares en el mundo: “México, el país feminicida: 1,199 mexicanas fueron asesinadas en lo que va del año”. Las cifras se refieren al primer cuatrimestre del 2019: cada dos horas y media una mujer es asesinada por violencia machista. Los asesinatos se han convertido en una epidemia que no ceja, sino que aumenta: en los primeros cuatro meses de 2015 se contabilizaron 610 feminicidios; en 2016, 847; en 2017, 967 y en 2018, 1,142 (las cifras varían dependiendo de la fuente consultada).
El incremento en los números no refleja la realidad: la población desconfía ad nauseam de la justicia. López Obrador y asociados deberían ofrecer una explicación al aumento de los asesinatos: el doble en cuatro años. ¿Subregistro en 2014 por decreto de Peña Nieto?, ¿información incompleta e inadecuada en la época actual? En nuestro contexto, entre incrédulo y surrealista, ambas posibilidades pueden ser veraces o falsas —pido disculpas por citar a Luis Echeverría—.
Lo que no es cuestionable es la epidemia mexicana de feminicidios. Tampoco admite dudas la impunidad, otra epidemia nacional, la cual solapa y “casi” protege a los asesinos: ¿cuántos están en la cárcel? Desconozco el número: apuesto a que muy pocos. Quizás esa sea la razón por la cual 2019 se ha consolidado como el año con mayor violencia feminicida. Los feminicidios no terminan con la muerte de la mujer. Los hijos que perdieron a su madre, en ocasiones por su pareja, se convierten en víctimas, tanto por la orfandad —el padre desaparece o en ocasiones es encarcelado— como por el abandono gubernamental. La Ley General de Víctimas, reformada en 2017, obliga al Estado a brindarles asistencia psicológica y educativa a los huérfanos como parte de la reparación integral derivada del asesinato de la madre. De acuerdo a la Ley General de Víctimas, merecen la protección del Estado, “Los familiares o aquellas personas físicas a cargo de la víctima directa que tengan una relación inmediata con ella”.
La consigna NoMeCuidanMeViolan fungió, hace días, como el corazón de las protestas en varios estados contra la violencia y feminicidios a raíz de la demanda contra cuatro policías que presuntamente violaron a una menor de edad. Tras las declaraciones de Claudia Sheinbaum, quien aseguró que la protesta del pasado 12 de agosto fue un acto de provocación, el movimiento respondió: “Esas declaraciones alimentan el discurso de odio y descrédito de las mujeres denunciantes”. Jesús Orta, Secretario de Seguridad de la Ciudad de México atizó el fuego al permitir la reincorporación de los policías porque, explicó, en caso de separarlos de su cargo se violarían sus derechos laborales. Mientras tanto, la casa de la menor se encuentra abandonada.
Las omisiones, la ineficacia y la impunidad como sellos de nuestros gobiernos, amén de su impericia para disminuir los feminicidios y apresar a los asesinos ha devenido en otros problemas: el fundamental es la orfandad de los hijos: la mayoría de las asesinadas son jóvenes. Sus vástagos, sin protección, engrosarán la mancha mexicana de jóvenes sin futuro e incrementarán el número de niños y niñas en situación de calle, otra epidemia mexicana, cuyos responsables son los gobiernos priistas, panistas y morenistas.
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