Las epidemias se contagian. El fanatismo es una epidemia inmensa. En 2024, el mundo enfermo y sus habitantes somos testigos y víctimas de diversos radicalismos cuyo denominador común es la imposibilidad de curación.

Nadie ha escrito que el fanatismo es el reverso de la ética. Pensemos que sí lo es. Los extremismos tienen la capacidad de borrar todo. Todo significa lo que debería englobarse en la condición humana. Ética, compasión, justicia, libertad, familia, solidaridad, amistad, otredad, verdad, y pensar en el otro como un ser cercano son elementos consustanciales al ser humano. Esos valores forman parte del capital ético inherente a nuestra condición. El listado previo carece de importancia para los fanáticos.

Los fundamentalismos que hoy asuelan al mundo son, sobre todo, religiosos, raciales y nacionales —nacionalismos—. Las matanzas actuales en Yemen, Ucrania, Darfur, en Myanmar y, entre otros, en el Medio Oriente son expresiones vivas del fanatismo contemporáneo. Su malignidad y brutalidad forman parte del mundo en el cual vivimos. Otros seudofanatismos no declarados, el del Banco Mundial, o el del Fondo Monetario Internacional, también dañan y acaban con seres humanos, nunca como el religioso pero de ninguna forma son despreciables: dañan.

Según Amos Oz, el gran escritor israelí, la esencia del fanatismo “reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar”. Con Amoz agrego: Eliminar todo diferendo y aceptar las reglas de su ideología, si acaso es válido llamarla ideología y su modus operandi, son metas del radicalismo.

De un plumazo, el fanático borra al ser humano: acaba con su historia y destruye sus valores, su ética. Su diseminación no conoce fronteras. Aunque no existen estudios sobre la capacidad “exacta” de contagio de las diversas formas de fanatismo, su facilidad para contagiar es “alta”. Ejemplo viejo, aún no eliminado del todo, fue el número de europeos afiliados al Estado Islámico (aproximadamente 30 mil personas) o la convocatoria de los movimientos fascistas en Europa, como Pegida en Alemania —“Patriotas europeos contra la islamización de Occidente”— así como las diversas agrupaciones neonazis en Europa.

“Cree lo que yo creo y lo que no puedas creer, o perecerás. Cree o te aborrezco, cree o te haré todo el daño que pueda”, es, para Voltaire, el dogma del fanatismo. Amos Oz reescribe en Contra el fanatismo (Siruela, Madrid, 2013) la idea de Voltaire: “El fanático se desvive por uno, o nos echa los brazos al cuello porque nos quiere de verdad o se nos lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos”.

Los radicalismos son males endémicos, contagiosos. ¿Por qué se contagian y por qué la ética no se contagia?, o bien, ¿por qué se disemina el mal y no el bien, el mal y no la ética? Esa pregunta es la que debemos responder las personas preocupadas por la ética y por el futuro del ser humano y de la Tierra.

En 2024, el fanatismo lleva la delantera. Han fracasado políticos, religiosos no extremistas, las ciencias y los frutos del conocimiento, así como las políticas económicas. Tras los tropiezos de los modelos imperantes queda la ética laica. Diseminarla en casa y en escuelas laicas es quizás la única opción para contrarrestar el mal del fanatismo.

Si no fomentamos la ética laica, ¿qué queda?, si siguen reproduciéndose diversas formas de fundamentalismos, ¿qué sucederá? Ortega, Trump, Orban, Hezbolah, Netanyahu, Bolsonaro, Putin, Hamas, Milei, Tusk, Bashar al-Assad y etcétera son ejemplos vivos y siniestros de diversas formas de ceguera.

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