Las enfermedades crónicas son un evento político y social. Ser pobre y padecer patologías crónicas constituye un binomio terrible. Las enfermedades crónicas son más frecuentes en la vejez. En naciones depauperadas por políticas insanas como la nuestra, no hay dinero suficiente para atenderlas. Paradojas de la ciencia: el ser humano vive más décadas, pero, los últimos años, sobre todo los pobres, los malviven. El dolor es tema recurrente en la senectud. Convivir con dolor puede ser imposible. De ahí el incremento en los suicidios secundarios a dolor y falta de atención.
Los opiáceos quitan dolor y causan adicción. Estados Unidos es el país donde más se consumen opioides, por drogadicción o para paliar dolores. En las naciones pobres acceder a la morfina es difícil, por escasez o por imposibilidad económica. Esa dismetría es típica de nuestros tiempos: se muere por consumir opiáceos en forma exagerada o se fenece presa de dolor.
Hay sumas terribles. Los resultados, cuando se trata de enfermedades y pobreza, sepultan esperanzas. La condición humana tiene muchas caras. Sobran lo fracasos. De ahí mi obsesión: ¿de qué sirve el conocimiento si no se distribuye “un poco más, un poco mejor”?
En 2017, la revista médica The Lancet publicó un informe sobre Cuidados Paliativos. Concluyen: “aliviar el dolor es un imperativo de igualdad y sanidad global”. El estudio señala que cada año fallecen 25 millones de personas víctimas de sus enfermedades y presas de dolor por falta de morfina y en “agonía dolorosa”. Abundan los datos; sólo 14% de los 40 millones de enfermos que necesitan cuidados paliativos los reciben. Otros datos retratan la crudeza del trinomio dolor-pobreza-enfermedades crónicas. En EU sobran opioides para tratar a los enfermos. En India los fármacos sólo cubren el 4% de las necesidades y en Nigeria el porcentaje cae a 0.2%; ignoro el porcentaje en México, no hay estudios, pero aseguro que es bajo.
La vieja observación sobre las vivencias de pacientes con cáncer en África y en países ricos sigue vigente; en África, los enfermos desean morir debido a dolores incontrolables. En los países ricos, se piensa en la muerte por los efectos indeseables de la quimioterapia. El abismo es infinito: los ricos buscan morir porque la quimioterapia causa molestias insoportables mientras que los pobres quieren fenecer debido a desigualdades nauseabundas: los opioides son más caros en los países pobres que en los ricos. Los responsables de esas dismetrías son los gobiernos que le permiten a las farmacéuticas lucrar con la miseria.
Conforme avanza la medicina, las enfermedades crónicas se han multiplicado. La esperanza de vida ha aumentando y con ella las dolencias crónicas. En el siglo XIX la esperanza de vida variaba entre 30 y 40 años, en las primeras décadas del siglo XX oscilaba entre 50 y 65 y en la actualidad, en países ricos, la expectativa de vida rebasa los 80. Hay una relación directamente proporcional entre vejez y enfermedades crónicas.
La medicina moderna semeja a Jano, el dios de los dos rostros y de las puertas abiertas y cerradas. Quienes padecen enfermedades crónicas y no tienen cómo afrontarlas, prefieren cerrar las puertas y terminar; quienes usufructúan los beneficios de la medicina moderna buscan mantener abiertas las puertas. La medicina moderna, como Jano, tiene dos caras. El progreso incluye y excluye. Los ricos “pueden morir” sin dolor, los pobres fenecen en “agonía dolorosa”.
En las sociedades ricas la tasa de suicidio ha aumentado debido al uso exagerado de opiáceos para paliar el dolor, mientras que en las pobres se opta por el suicidio por falta de medicamentos. Dismetrías cruentas, signo de nuestros tiempos.
Médico y escritor