Ante la desolación, sin cura a la vista, con temor e incertidumbre, sin ejes rectores convincentes, con el mundo resquebrajado, sin luz ni respuestas, con encono y desasosiego, buscar razones, no para salir del atolladero, sí para al menos menguar la inquina que recorre el mundo desde antes de la pandemia y que ahora nos atenaza es necesario buscar explicaciones. Las palabras empujan, las conversaciones ora nutren, mañana agobian; las noticias asfixian un día, confunden el siguiente. Faltan palabras. El lenguaje no es complicado, gracias a él nos convertimos en seres humanos. Complicada la pandemia y la falta de certezas. Con la realidad impuesta por Covid-19 es necesario hurgar y de ser posible responder. Las dudas empujan y buscan. Ética y política son parte del vocabulario, verbal, escrito e imaginado, de buena parte de la población.
El vínculo entre ética y política es innegable. Pilar de la política debe ser la ética. No lo es y no lo ha sido. Innumerables conflictos nacionales, comunitarios y mundiales emergen cuando el poder ignora conceptos éticos o morales fundamentales. Algunas, o muchas enfermedades del mundo contemporáneo se deben al divorcio, cuasi viudez, entre ética y política. Siempre ha sido así. La velocidad de las noticias y la inmediatez del mundo exponen dicho desencuentro.
No conozco los currículos universitarios de las carreras dedicadas a la política y menos aquellos impartidos por gobiernos. Ética debe figurar en los planes. Figurar no equivale a ejercer. En épocas de estadísticas perpetuas como parte de nuestra condición, interesante sería efectuar un estudio poblacional acerca de la concepción sobre cuán éticos son los políticos. Intuyo la percepción de la población: la mayoría reprobarían sin posibilidad de una segunda evaluación. El mundo desdibujado y enfermo, salvo en algunos rincones del orbe, retrata, amén de la consabida corrupción y el lamentable latrocinio, el desprecio de los políticos hacia la ética.
La esencia del vínculo ética y política debería consistir en ejercer la profesión sin entrar en conflicto con los derechos de las personas, a lo cual agrego, no robar —o robar lo menos posible—, no corromper —salvo a sus familias—, no fomentar la impunidad, distribuir riqueza, y, de ser posible, leer un libro cada sexenio.
En tiempos de pandemia, reconforta un poco de ironía, si acaso lo que sigue es ironía. En Diccionario del diablo, publicado en 1911, Ambrose Bierce ofrece sus ideas, irónicas y reales:
Política. Conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios. Manejo de los intereses públicos en provecho privado.
Político. Anguila en el fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada. Cuando agita la cola, suele confundirse y creer que tiembla el edificio. Comparado con el estadista, padece la ventaja de estar vivo.
Salud y enfermedad, ahora pandemia, son un reflejo del bienestar o de las enfermedades de las sociedades y de las interrelaciones entre los seres humanos. Los brotes epidémicos y pandémicos reflejan la función de las organizaciones sanitarias así como las interrelaciones entre los miembros de la sociedad. Frente a las enfermedades del mundo, pre y durante la pandemia, los políticos y sus acólitos, han mostrado su desdén hacia la ética y su ineficacia. No son culpables de la capacidad fatídica del virus. Sí son responsables de la magra preparación y fortaleza de los sistemas de salud.
¿Qué seguirá después de la pandemia? El ser humano cambia poco, muy poco. El político empeora, siempre empeora. Eso denunció Bierce hace más de un siglo.
Médico y escritor