¿Cuántos recién nacidos son abandonados en las calles?; ¿cuántas jóvenes violadas, indígenas o muy pobres, quedan embarazadas?; ¿cuántos pequeños perviven en cajas en los semáforos?; ¿qué tanto logró la administración de AMLO para evitar que madres indígenas parieran en los pasillos de hospitales en Oaxaca?: ¿Cuánto es cuánto?
No hay quien sea partidario del aborto como método de control de la natalidad; no hay mujer que goce al abortar; no hay médico cuyo ejercicio considere abortar como método anticonceptivo. Cuando la embarazada es menor de edad y ha sido violada, la única opción debería ser abortar: salvar a la niña cuyo destino es una suerte de infierno es obligación ética y moral. Dios no debe estar tranquilo al ver el sufrimiento de los niños y niñas en situación de calle.
Dos grupos se oponen al aborto en cualquier circunstancia: los religiosos ultrarreligiosos y los políticos ultraconservadores, interesados en quedar bien los sábados en el templo o los domingos en la iglesia. Sin que importen las circunstancias, los ultras-ultras, religiosos o políticos, son incapaces de dialogar. Nada importa ni intimida a los ultra-ultras: malformaciones, enfermedad, posible muerte de la progenitora, violación, y embarazo en menores. Nada, ni la muerte, perturba a los ultra-ultras: ¿cuántos son pederastas o violadores?
La moralidad del aborto (Siglo XXI, 2009) es un espléndido libro de Gustavo Ortiz Millán. “Muchos pensamos”, escribe Ortiz Millán, “que la ley que penaliza el aborto es ineficaz e inmoral” ya que: 1) los abortos se practican con o sin ley; 2) es una ley que tiene más consecuencias negativas que positivas: orilla a las mujeres a arriesgar su salud y provoca la muerte de muchas en abortos clandestinos; 3) violenta los derechos a la privacidad, autonomía, dignidad e igualdad de las mujeres; y, 4) no reduce el número de abortos ni tiene ningún efecto disuasorio”.
Ortiz Millán tiene razón. Cuando la embarazada es una menor de edad violada por algún familiar, como sucede “con frecuencia” en nuestro continente, la hipocresía del nauseabundo binomio políticos/religiosos alcanza el clímax.
Rescato, entre muchas, una noticia “vieja”: “El caso de una niña de 11 años violada enciende el debate sobre el aborto en Chile (El País, agosto 11, 2016)”. La información no es noticia del medioevo, es actual. La niña tenía 11 años y 20 semanas de gestación. El violador, su padrastro, tenía 41 años. Afortunadamente, en 2024, Chile ha modificado su ley y permite la despenalización por motivos de salud o violación. En cambio, en Nicaragua, la dupla homicida conformada por los nefastos exguerrilleros, ahora patanes entre los patanes, Daniel Ortega y Rosario Murillo, así como en El Salvador, Honduras, Argentina y República Dominicana, el aborto está casi prohibido. En México sólo es aceptado en 13 estados.
El 66% de las embarazadas por violación es menor de edad y el 11% tiene menos de 11 años. Es decir, son niñas. En Latinoamérica, aproximadamente un 90% de los casos son embarazadas por algún familiar o conocido.
Duele e incomoda aceptarlo: los librepensadores perdemos incontables batallas éticas contra la satrapía conformada por políticos y religiosos inmorales. En Guanajuato hay varias campesinas encarceladas por abortar, quizás, la mayoría de las veces, involuntariamente. En México la realidad escuece. Si se toma en cuenta la magnitud de los actos desprovistos de ética, tanto de políticos como de religiosos, apena la magra cifra de políticos tras las rejas; lo mismo sucede con los clérigos: ¿cuántos han sido encarcelados?
Médico y escritor