Poco se piensa en el binomio conformado por duelo y dignidad. Doctores, ceñidos a los dictados de las compañías farmacéuticas, medican al deudo como si el proceso fuese un fenómeno anormal.
La modernidad limita los instintos humanos. El ser humano contemporáneo poco se acerca a sus congéneres. La parafernalia actual, dotada de ruidos, ocupa porciones largas del día y le exige a la persona esfuerzos cotidianos para no alejarse de ella, esfuerzos que la distancian de sus pares.
La celeridad para enterrar es un ejemplo de la prisa de los tiempos actuales. Esa velocidad milita contra la dignidad del finado e impide iniciar el duelo como se debe: al lado del difunto, rodeado de seres queridos, con el tiempo necesario para facilitar la despedida. La dignidad atañe tanto al cadáver como a sus personas cercanas.
Cuando fallece un ser querido y se tiene la suerte de estar a su lado mientras se apaga, sobre todo si durante el proceso final el enfermo estuvo consciente y sin dolores extremos, el duelo arranca cerca del apenas vivo. Interrumpir el duelo por medio de fármacos es erróneo.
El cuerpo caliente, después frío, las manos rojas, después blancas, las órbitas pobladas, después hundidas, los últimos estertores, luego el silencio, la cabeza erguida, después, en un segundo interminable, gacha, y, con suerte algunas palabras —“Sí, hijito”, “Adiós”—, es, aunque desgarrador, escenario adecuado para aceptar el final. Antaño, antes de que la medicina “esterilizase” la muerte, la mayoría fallecía en casa, arropado por el calor familiar. Junto a la cama del occiso el duelo empieza. El dolor sirve. Acompañar al difunto significa proporcionarle calidad al desenlace. Cada vez es menos frecuente decirle adiós al ser querido en su morada.
La muerte debería ser el culmen de la dignidad. No lo es. El final posibilita diversos espacios. No me refiero a legados culturales o económicos. Hablo de palabras, cariño, recuerdos. Otorgarle al occiso lugar y tiempo implica respetar su vida y honrar su muerte.
El cuerpo inerte puede propiciar desencuentros; es fuente de miedo y paradigma de las incapacidades del ser humano, entre ellas, acercarse, tocar, compartir. El cuerpo sin vida le recuerda a la persona su vulnerabilidad y lo confronta con sus propias tribulaciones para cavilar sobre la muerte. Esas fracturas retratan la ausencia de reflexión sobre el proceso final. El cadáver es motivo de ambivalencias: se honra, cuida y respeta, o se dispone de él con celeridad para alejar cualquier incomodidad.
En Los hermanos Karamazov, Dostoievski expone esa ambivalencia. En la novela, el cuerpo inerte del stáret Zosima emana un olor insoportable. Los monjes, reunidos frente al santo, se dividen: un grupo siente repulsión y se va: el cuerpo putrefacto los repele; la santidad de su vida queda en entredicho. El segundo grupo no se aleja y no emite juicios: no se trata de ética, se trata de asuntos humanos. Los stárets eran, en la antigua Rusia, guías espirituales en monasterios ortodoxos. Debido a su ascetismo y vida ejemplar eran venerados por clérigos y laicos. El hedor de Zosima dividió a los monjes: unos no dignificaron su muerte, otros lo acompañaron.
Zosima habita entre nosotros. Los hermanos Karamazov se publicó en 1880. La dicotomía planteada por Dostoievski es vigente. La modernidad y las tendencias médicas actuales no refuerzan la convivencia con el cadáver. Los significados del cuerpo sin vida y el peso de la sociedad y de los tiempos actuales impiden, a la mayoría de las personas, enaltecer al ser querido. Modificar el duelo es erróneo. Vivir la muerte es necesario.
Médico y escritor