En 2016, el Distrito Federal cambió su nombre por Ciudad de México. La modificación se llevó a cabo bajo la dupla conformada por Miguel Ángel Mancera, en la actualidad flamante senador del cadavérico Partido de la Revolución Democrática, y Enrique Peña Nieto, ahora en el exilio —¿elegido o impuesto?— en España. ¿Sirvió “de algo” buscar un nuevo nombre para el DF? La respuesta se lee en las calles.
Para las clases pobres la capital es un espacio semejante a un ser que agoniza, y quizás, en poco tiempo, un fiambre. Los pobres, cada vez son más pobres: viven en presente, pensar en el futuro o en pequeños lujos como vacacionar es imposible; falta de agua, transporte mediocre, servicios de salud ineficaces y escuelas con mermas enormes conforman su cotidianeidad.
Para quienes tienen la suerte de contar con dinero suficiente no todo es alegría: la calidad de vida en la otrora ciudad de México-Tenochtitlán empeora sin cesar; el dinero ayuda pero no inmuniza: ser víctima de los embates de una ciudad cada vez más costosa y más peligrosa es la regla. Peligrosa se refiere a la violencia callejera —asaltos, asesinatos, peleas— y a su esqueleto: contaminación, falta de agua, tala desmesurada de árboles, parques insuficientes, parquímetros que cobran, pero no invierten en las calles, semaforistas por doquier y tráfico automovilístico in crescendo son crudas realidades.
La calidad de vida, para ambos grupos, es pésima. De nada sirvió cambiarle el nombre a la ciudad, denominar a las delegaciones alcaldías, usar chapopote en vez de asfalto para mejorar las vialidades ni compartir —corromper— con los amigos los beneficios de los parquímetros y su descarado aumento de precio: al inicio un peso le otorgaba al usuario siete minutos, ahora ofrece sólo cinco minutos.
En relación al chapopote defeño lo ilógico es, para los políticos lógico: el asfalto puede durar 30 años mientras que los parches de chapopote deben cambiarse con frecuencia, lo cual, Perogrullo dixit, permite robar y después de asaltar volver a robar.
La avenida Juárez es fiel retrato del DF. Entre Balderas y el majestuoso Palacio de Bellas Artes, en las aceras frente al Hemiciclo a Juárez, el comercio, tan informal como necesario —sobrevivir es la apuesta— “impresiona”: hay incontables “puestos”: artesanías, comida diversa, toda rica en carbohidratos, no con legumbres como sugiere sin entender lo que sugiere la Secretaría de Salud, cannabis pura e impura, refrescos o agua, payasos, mimos, shows diversos, de música ranchera o electrónica, corridos “no narcos”, raperos, bailables, y… etcétera.
En esas aceras uno se topa con personas en situación de calle —no hay muertos—, indígenas con vasos solicitando limosnas, madres de 15 o 16 años con bebés a cuestas, mendigos, venezolanos o haitianos muy pobres y turistas mexicanos —infiero— y extranjeros —estoy seguro—. Pregunto, ¿con qué impresión se quedarán? La respuesta la saben quienes deambulan sábado o domingo por la avenida Juárez.
Unas líneas, pocas, no hay espacio, de Sábado Distrito Federal de Chava Flores como epitafio para nuestra urbe: “Sábado Distrito Federal… ¡Ay, ay, ay!... Desde las diez ya no hay dónde parar el coche. Ni un ruletero lo quiere a uno llevar. Llegar al centro es un desmoche. Un hormiguero no tiene tanto animal… El que nada hizo en la semana está sin lana. Va a empeñar la palangana, y en el Monte de Piedad hay una cola de tres cuadras… Y no faltan papanatas que le ganen el lugar… La burocracia va a las dos a la cantina…
Chava Flores compuso la canción en 1959. Es una pena que haya muerto. Hace falta. ¿Qué diría hoy la letra de Sábado Ciudad de México?