En incontables situaciones, como es lógico, entre una y otra opinión, prevalecen las diferencias. Para la especie humana el consenso “fácil” no es lo habitual. Se difiere mucho. Se concretiza menos. “Cada cabeza es un mundo” dicta un viejo y válido refrán. Su apabullante veracidad, cuando no se trata de una cabeza, sino de una sociedad, una nación, o una organización internacional conlleva una serie de daños con frecuencia irreparables. Cuando los descalabros se multiplican, las dismetrías se reproducen en forma geométrica: 2, 4, 8, 16, 32, 64… y así sucesivamente. Cambio climático, pobres cada vez más pobres, insalubridad in crescendo, migraciones incontrolables, narcotráfico imparable, guerras en pleno siglo XXI y un etcétera siempre incompleto conforman el triste mosaico de las dismetrías del ya avanzado siglo XXI. La vejez y el destino de las personas mayores son parte de esa realidad.
Pascal Bruckner, filósofo y escritor, cita en Un instante eterno. Filosofía de la longevidad (Siruela, 2021), a Jean-Marc Jancovici, quien, preocupado por la idea de otras personas por limitar el crecimiento de la población, escribe en 2019: “En los países occidentales existe una primera forma de regular la población de una manera razonablemente indolora: no hacer todo lo posible para asegurar la supervivencia de los enfermos de edad avanzada, a la manera del sistema inglés que, por ejemplo, ya no realiza trasplantes de órganos para personas de más de 65 o 70 años”.
Las contradicciones de nuestra especie son inmensas. No todas, por supuesto, provienen de conductas inadecuadas. Muchas acciones se inician cobijadas por “buena voluntad” y por el conocimiento. Ejemplo sencillo es el de los enfermos “graves”. Se inician acciones para mejorar sus condiciones y de ser posible curar. A menudo, a pesar del empeño médico, se fracasa y el enfermo empeora. En algunos casos no es aconsejable proseguir ni inmiscuir a más galenos ni apoyarse en la tecnología. La persona se convierte en paciente terminal. Surgen preguntas, tanto familiares como médicas y en ocasiones del propio enfermo: ¿valió la pena empezar el tratamiento?, ¿fue adecuado prolongarlo? Actuar en un inicio es necesario. Juzgar en retrospectiva es sencillo.
El ejemplo previo viene a colación por los inmensos logros de la medicina, de la tecnología, y de la economía. El brete, como lo ilustra entre una miríada de situaciones el ejemplo de los trasplantes, es qué hacer y qué ofrecer a la población senil. Conforme avanza el tiempo las personas viven más años, algunas veces con buena calidad de vida, muchas veces sin ella.
Las reflexiones previas me conducen a Thomas Malthus, demógrafo y economista británico. Vivió entre el siglo XVII y el XIX. Su idea más célebre, citada infinidad de veces, parece vieja pero no lo es. Malthus sostenía que “el poder de la población es indefinidamente más grande que el poder de la Tierra para garantizar la subsistencia del hombre”. Interpreto su mensaje: la población se reproduce más rápidamente que su capacidad para producir alimentos. Sigo a Malthus: ¿cómo mantener a miles de millones de ancianos con tierras desgastadas y alimentos mal distribuidos?
Entre “los límites de la vejez” y las ideas de Malthus es claro que el rumbo y las apuestas de la humanidad no son adecuados. Contar con sistemas de salud funcionales, comida suficiente y techo seguro deberían ser algunas de las apuestas de los dueños del mundo. De nuevo es necesario cuestionar; ¿Un bebé vale más que un viejo?, ¿cuánto vale una mujer africana y cuánto una europea occidental?