El último diciembre no ha finalizado. Faltaron noviembre y junio. Febrero, el más pequeño, pero no menos vivo ni menos letrado poco habló: en sus días, 28 en 2020, sucedieron las mismas cosas que no sucedieron entre enero uno y diciembre 31. También hemos echado en falta los otros otros. Los eneros, los octubres y los aquí no anotados. Un año es un año: meses, semanas y días se repiten sin tregua y siempre llevan el mismo nombre. No es ni falta de imaginación ni ausencia de vida, es la costumbre, o más bien, son las costumbres las que dictan órdenes y reglas para que la historia no se confunda aún más. Por eso enero, febrero y todos los demás. El tiempo y los años son antídoto necesario: la lección de Babel fue suficiente. Sembró confusión y en su momento, eso he leído, caos. Esa fue una de las razones por las cuales se inventó el tiempo: enero/diciembre: 365 días: 1, 2, 3… 363, 364, 365. Y así, siempre así, o casi siempre así: 2020 rompió reglas, desordenó cabezas, amaneció cuando todo era oscuro y sin apenas percatarnos llegó el 31 del último mes. En esta ocasión, aunque se llama, como siempre, diciembre, no es el diciembre tradicional, padrino de enero y recipiendario de abrazos, besos, palmadas, caricias, nalgadas amorosas, apretones de mano, miradas vestidas, miradas que desnudan y todo eso que antes se llamaba cachondeo y ahora ha sido sustituido por bozales, zooms, caretas, guantes, mascarillas.
En el año que recién terminó sin del todo terminar sucedió lo de siempre: el calendario contó con mayo, julio, octubre y el resto de los meses. Ahí están; nacieron y se reprodujeron siguiendo costumbres ancestrales. Al finalizar 2019 nació 2020. Después de miles de años, 2020 será recordado no como el peor de todos pero sí uno sui géneris; basta recordar 1914, 1939, 1945 y todos los años que cargan en su memoria genocidios y matanzas. Demasiados para enumerarlos. Demasiados para que sus nombres sirvan de nada y caigan en el inmenso vacío de la memoria humana. ¿Darfur?, ¿Armenia?, ¿Guatemala?, ¿Srebrenica?... Nombres y lugares, lugares y nombres. Lo mismo da. Pobre historia: sus páginas las hacen y deshacen los seres humanos.
¿Qué sucederá en 2025, 2030 o 2040 cuando sea necesario hablar del annus horribilis, del 2020 que fue y no fue, que llegó y no llegó, que terminó y no finalizó? En esta ocasión 2021 carece de autoridad. Nació huérfano. No tendrá derecho de sepultar a su antecesor. Diciembre 31 de 2020 carece de fuero. ¿Qué sucedió ese año?, ¿qué no sucedió?
El desorden no sólo es desorden. Contiene unas dosis de entropía. Los meses lo saben, las noticias lo atestiguan: marzo no supo de febrero y mayo nunca pensó, o nunca quiso hacerlo, en los días decembrinos, esos llenos de adioses, llenos de buenos deseos. Así no fue diciembre 2020. ¿Cuántos días tiene 2020? El almanaque lo sabe. No falla. Es preciso. Aunque ya casi nadie lo utiliza, erguido en los rincones de la peluquería o en la oficina del taller de coches, las hojas del almanaque, unas en la basura, otras vivas en la pared, son testigos de la vida de 2020. Del 2020, del cual ahora escribo, sin saber las razones exactas de por qué lo hago. Lo hago, me digo, y lo repito mientras borro algunas líneas, para entender un poco lo inentendible. Lo inentendible no me asusta. Al contrario, lo atesoro. Sus bordes imprecisos invitan: buscan, preguntan, urden, viven, remueven.
Eso hice —hicimos— durante todas las noches y todos los días de este extraño año cuyo fin carece de fin: tratar de entender lo inentendible.
Médico