La cultura es una invención fenomenal. En torno, por y gracias a sus conquistas y saberes, el ser humano es “como es” y en algunos aspectos, es menos terrible. Juego de palabras necesario: nos relacionamos y construimos gracias a ella y destruimos y matamos menos debido a sus aportes. Matizo y cuestiono —me cuestiono— las últimas palabras: no pocos genocidas han contado con títulos universitarios y no pocos han acompañado sus vidas, mientras mataban a otros, al lado de Beethoven o de Goethe. Aunado a las ideas previas añado una observación necesaria: Se dice, imposible afirmarlo, que si no fuese por la figura de Dios el ser humano mataría más.

Bien humano creado por humanos, la cultura nos diferencia de los animales. Amén de sus conceptos tradicionales, i.e., cultivo y gusto por las humanidades y las bellas artes, así como la suma de saberes y creencias utilizados por grupos sociales para comunicarse entre sí y, según el Diccionario de la Real Academia, “Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”, la cultura es, para librepensadores, el espacio por medio del cual es posible trascender. “¿Cuántas personas pensarían que merece la pena vivir sabiendo que no van a morir?”, pregunta Elías Canetti. El Nobel de Literatura tiene razón: la cultura es acicate y camino. Saber de la muerte, ser consciente de la propia finitud y la de los nuestros, orilla a quienes tienen acceso a los mundos de los saberes a esforzarse más y valorar la existencia gracias a la riqueza implícita en el mundo de la cultura; lamentablemente, como en tantos rubros, quienes carecen de recursos económicos tienen menos posibilidades de acceder a la cultura.

Sin la finitud como destino, el ser humano preguntaría y crearía menos. Si bien el sueño de la inmortalidad por ahora no es posible, la cultura y sus familiares, poesía, cine, pintura, danza, periodismo y ciencia son alimento para sobrevivir y trascender. Quienes afirman que la cultura da sentido a la vida humana no se equivocan. Lo saben bien los fanáticos pertenecientes al afortunadamente fallido Estado Islámico dedicados a destruir construcciones humanas preciadas, maravillosas. El fanatismo es ciego: no permite desviar la atención a fuentes como arquitectura, danza, poesía. Ante la asonada del fanatismo, la cultura se convierte en una forma de supervivencia.

Vivimos atrapados en una suerte de viacrucis: ¿Por qué los bienes culturales se contagian menos que el fanatismo?, ¿por qué las bondades de la poesía, de una sinfonía o un cuadro nutren con menos vigor y trascendencia que el fanatismo, provenga de donde provenga? En el prólogo de Ética e infinito de Emmanuel Lévinas, Jesús María Ayuso pregunta, mientras reflexiona sobre el sentido de lo humano “¿Por qué existe el mal? ¿Cómo hacer para que lo que es estalle en bien?”. Las preguntas son una suerte de parangón con las ideas antes esbozadas, ¿por qué el fanatismo, religioso y no religioso se disemina con tanta facilidad en contraposición con las bondades de la cultura? A vuelapluma comparto tres ideas: el fanatismo religioso, católico, judío o musulmán, arropa y enceguece: todo adentro, nada afuera; el fanatismo político, como sucede en Hungría y sucedió, inter alia, bajo el mandato de Trump, ofrece recomponer la nación y sembrar una vida mejor: Make America Great Again; en Polonia, la suma de credos políticos y religiosos exige la sumisión de la población.

La cultura, escribí al principio, es una invención fenomenal. El fanatismo también es creación humana. La primera no se contagia. La segunda se contagia con facilidad. La cuestión fundamental es elemental: ¿qué y cómo hacer para transmitir las bondades de la cultura?

Médico y escritor

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