I. La semana previa intitulé mi artículo Millón y más. Me referí al número de muertos debido a la pandemia. Terminé haciendo alusión al dolor. Así empiezo hoy. Las voces de familiares cuyos seres cercanos fenecieron sin compañía, sin “avisos previos” (no estaban enfermos) trazan, en pocas palabras, la geografía del dolor derivada de la ausencia temprana y de la soledad de quienes partieron sin enterarse de su final. Dos imágenes: “Hay noches infinitas. Existen cuando su oscuridad no permite mirar ningún movimiento. La mía lo será. Marchaste sin mí”; “Ahora sólo eres papel. Recién tu hija te dijo papá”. La geografía del dolor en épocas Covid difiere —se fenece aislado—, y hermana: sucede en todo el mundo.
II. Marx ha sido abandonado. Quizás el mundo estaría menos enfermo si algunos de sus preceptos prevaleciesen hoy. Al reflexionar sobre los vínculos ser humano/sociedad y naturaleza, sostenía que lo idóneo sería humanizar la naturaleza. No sólo los ecologistas dan cuenta del daño infringido por los humanos a nuestro hábitat. Cualquier lego lo sabe. ¿Es la destrucción de la Naturaleza la responsable de las pandemias?
No hay científico capaz de confirmar dicha idea. Se sabe que algunos virus habituales en la naturaleza, dadas las embestidas contra su entorno, llegaron al ser humano. La catástrofe actual se vincula con la pobreza y por la presencia de Covid en nuestra especie.
III. La pandemia ha incrementado la desconfianza contra incontables políticos. Dicha desconfianza no es gratuita y es perjudicial. Desde las teorías locales de la población contra gobiernos “por inventar ‘eso del virus’ como forma de control”, siguiendo el inconmensurable desconocimiento de Trump, quien ha culpado a China por “crear ese virus chino”, hasta el hartazgo de la población contra las autoridades ante el fracaso del control de la pandemia. La incredulidad de la población es basta: negar la utilidad del cubrebocas y acusar a los políticos de violar la autonomía es cada vez más frecuente. El círculo atenaza: el virus se contagia con mayor celeridad cuando la incredulidad se convierte en caldo de cultivo.
IV. La desconfianza tiene nombres y apellidos. No es nueva y no empieza el once de enero, fecha del primer fallecimiento por Covid-19. Tiene décadas y escasi universal. Los apellidos cambian conforme pasan los años, pero, en esencia, el alma mater del escepticismo es la ralea política. No saber verdades imprescindibles perpetúa círculos patológicos. Las mentiras de Trump, López-Gatell, Bolsonaro y Johnson, han incrementado el malestar.
V. La vida ha cambiado. La vida del planeta se modificó favorablemente durante las épocas críticas de la pandemia. En cuanto la actividad humana retome su paso, la contaminación será igual a la previa.
La vida humana tardará en recomponerse. Las niñas y los jóvenes afortunados, encerrados en casa, sufren menos que sus pares sin recursos. No socializar, no tocar y hacer travesuras es anormal. Los adultos, sin otras bocas, sin otros cuerpos, sin manos engarzadas, sin hombros donde llorar padecen desasosiego. Los viejos enclaustrados, siguiendo esa absurda invención de mirar a la familia desde lejos, son presas fáciles de soledad. La soledad mata.
VI. A las pandemias por la pobreza y por Covid-19 debe agregarse la del dolor. Ante las muertes tempranas, sin compañera en la cama, al lado de grietas irreparables y la cada vez mayor profundidad del vacío queda la Voz y la esperanza de los seres humanos descontentos con las enfermedades del mundo contemporáneo. No basta el encono. Es fundamental sembrar la semilla de la inconformidad.