En febrero de 2020 empecé a escribir una suerte de bitácora. Versaba sobre la pandemia. Cada día motivó una reflexión. La última entrada fue en junio. Reproduzco unos renglones de la primera y última idea.
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Prometeo fue castigado por su amor a los seres humanos. Cada mañana su hígado era devorado por un águila como castigo por haberle robado el fuego a los dioses para dárselo a los hombres; fue confinado y condenado a vivir el mismo día todos los días. Ningún político contemporáneo se llama Prometeo. Grandes mujeres, directoras o primeras ministras de sus naciones, semejan a Prometeo. Nombro, entre otras, a Jacinda Ardern (Nueva Zelanda), Angela Merkel (Alemania), Sanna Marin (Finlandia), Paula-Mae Weekes (Trinidad y Tobago) y Erna Solberg (Noruega).
Los creyentes, dada la triste situación del mundo, y en vista de los destrozos ocasionados por Covid-19, quizás puedan pedirle prestado a sus dioses el fuego para entregar algunas de sus llamas a sus similares y darles esperanza y luz, sin obviar la veneración que tenían hacia él los pueblos de la edad antigua: salvación, protección y alimento. Los no creyentes deberíamos diseñar algoritmos para momificar a los políticos encargados de destruir el mundo y suplirlos por prometeas. Hoy ya nadie se llama Prometeo. ¿Y si acuñásemos el nombre Prometea?
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No vivimos tiempos inéditos… La pandemia actual, suma y sumará una serie de condiciones diferentes. Pasarán años antes de regresar y recibir abrazos, besos y caricias de familiares y amigos. El libre albedrío determinará hasta dónde cuidarse y qué tanto padecer por la falta de amor, compañía y amistad.
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Somos víctimas de un virus maligno y de nuestra incompetencia. Somos testigos de las sandeces de incontables jefes de Estado. Presenciamos la muerte de inocentes y escuchamos explicaciones políticas absurdas. Atestiguamos decesos de viejos y pobres por falta de recursos: la historia no se repite, la historia continúa... Las declaraciones jubilosas de presidentes, mientras los entierros se multiplican, no cesan.
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Desde el inicio de la pandemia vivimos el mismo día todos los días. Nos hemos convertido en badajos humanos. Oscilamos al ritmo del virus y mal bailamos al insulso y decimonónico compás de los presidentes.
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(Última entrada, junio 2020). La pandemia sigue viva, los muertos continúan apilándose… en Latinoamérica el virus adquiere fuerza y acumula con celeridad cadáveres…
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Ser testigo obliga… Testimoniar es una de las escasas fuentes para modificar situaciones dolosas o sembrar conciencia. Aunque no siempre sirve ser testigo, no serlo profundiza los problemas: el silencio permite la expansión de sucesos negativos. No estamos ante crímenes de lesa humanidad. Enfrentamos un problema biológico cuya fuerza y destrucción suma muertes debidas a la infección y a la pobreza…
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Nuestro tiempo es nuestro y no lo es. El tiempo de la pandemia sigue vivo. No se sabe cuándo, si acaso sucederá, se decrete el punto final. Las pandemias regresan. Cambia el agente infeccioso, aparece un “nuevo” virus, poco difieren las víctimas… No hay día sin nuevas muertes y nuevos contagios.
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Coronavirus forma parte de nuestra cotidianidad. Imposible vivir sin saber de la pandemia. El final nunca llegará. Ni siquiera cuando se cuente con vacunas o medicamentos. Los destrozos de la pandemia debido a la pobreza multiplicada por el virus pervivirán. No queda más que esperar. Aguardemos a políticas Prometeas.