Normal y normalidad, palabras cotidianas, palabras necesarias para quienes deambulan en las calles del siglo XXI. Poco importa si las calles tiene baches, basuras, árboles a punto de morir y ratas que no huyen si se topan con felinos pero que saltan despavoridas cuando es un ser humano quien camina a su lado. Desde otra perspectiva, al hablar de normal y anormal, poco importa si se trata de avenidas con pastos verdes, postes de luz controlados por la luz diurna o parques con botes de basura y bolsas ad hoc para que nada huela mal ni se ensucie el prado.

Son dos las normalidades, las de los hunos y las de los hotros. No puede haber tres: los verdaderos antónimos no admiten terceros. No he roto las reglas de la escritura: hay, como dijo Don Miguel de Unamuno, hunos y hotros. Lo que no sé, me gustaría hablar con Don Miguel, es si nuestros unos son los normales o si nuestros otros son los normales. Problema complejo: ¿qué es normal?, ¿quién es anormal?

Entiendo incontables necesidades humanas. Una de ellas es el lenguaje. Los idiomas no se crearon de un día para otro. Pienso, sólo pienso, los lingüistas deben saberlo, si fue el ser humano y sus actividades las que crearon palabras o si fue la Tierra y los sucesos del día y de la noche, tanto los cánticos de aves y mamíferos, sin olvidar ni los besos amorosos ni las agresiones físicas, las que le dictaron al ser humano la necesidad de la palabra normal. Normal, anormal, no es normal, es anormal. El mundo inmenso llama todo y vive entre incontables verdades antagónicas: bueno, malo, feo, bonito, cierto, falso, sencillo, complicado, político, ser humano, normal, anormal.

Vivir dentro de códigos impuestos, prescritos y repetidos es la norma. La norma de lo normal. Lo normal de las normas. No es adecuado salirse o esquivar los códigos enmarcados dentro del mundo, por el mundo y para el mundo. Hacerlo rompe y confronta. No hacerlo acomoda los días y los quehaceres a la rutina diaria, a las horas señaladas por calendarios universales y por reglas provenientes de quienes, avanzado el siglo XXI, dictan, sotto voce, los límites de lo debido, lo posible, lo indebido, lo grosero. Romper nunca ha sido conducta bienvenida: ¿por qué hacerlo si todo marcha bajo la égida de los dueños de lo normal? Lo normal. Si bien repetir es ocioso, no repetir implica aceptar. Subrayo: prostitución infantil, violencia sin fin contra musulmanes uigures en China, masacres —¿genocidio?—, de rohinyás en Birmania, hambrunas en Yemen y en Darfur, y etcétera. Lo anormal. Si bien repetir a menudo no conduce a nada, no repetir permite todo. Sintetizo: La Tierra está enferma.

El Covid-19, fuera del intestino de pangolines y murciélagos, no es normal. Ha roto la cadencia mundial, ha quebrado la economía y ha enterrado a destiempo a decenas de miles de seres humanos. El lenguaje en las últimas semanas ha cambiado. Las modificaciones no las engendró ni la serendipia ni son producto de la voluntad. El virus se ha adueñado de la palabra: ha destrozado la brutal normalidad y ha sumido en un callejón, no escribiré sin salida, a nuestra especie. Lo ayer normal hoy es anormal. Lo hoy anormal mañana podrá ser normal o más anormal. No juego con el lenguaje ni me equivoco al repetir en pocos renglones las mismas palabras. El virus nos ha roto. Muchos años y tragedias nos persiguen y poco o nada modificamos.

No borrar ni rectificar es lo nuestro. Por ahora, de nada sirven ni las muertes ni los pobres cada vez más pobres y cada vez más hambrientos debido al Covid-19. El virus, espero, sea una suerte de mesías laico. Si hace que lo normal sea anormal y lo anormal sea normal, de algo habrá servido su brutal presencia.



Médico y escritor

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