Una fotografía habla, transmite vivencias, sucesos; en ocasiones dice más que muchas palabras. Lo saben los niños: un libro sin ilustraciones no es un libro. Lo vivimos los seres humanos: una fotografía de padres pobres con niños más pobres caminando en busca del sueño estadounidense explica y duele más que innumerables artículos periodísticos.
Frente a mí una fotografía. Una niña, con el pelo rubio, rizado, de tres o cuatro años, vestida (quizás sea su pijama), sentada con las manitas entrecruzadas, observa atenta el iPad colocado frente a ella. La madre acomodó la escuela en una mesita ad hoc: no era menester, para la chiquita, doblar el cuello ni esforzarse para tomar la clase impartida a distancia. La pequeña enfiló frente a la pantalla, casi obliterándola, cinco caballos de plástico, uno rojo, uno blanco, uno azul, dos negros. Cada uno medía, calculo, diez centímetros de alto. Los caballos, los compañeros de la nena, tomaban la clase con ella. Mejor con los potros, en vez de sola, debe haber pensado la niña o quizás su madre.
La fotografía es bella: la niña concentrada en “algo” invita a pensar en el futuro. La fotografía es triste: la niña escuchó la clase acompañada por sus caballos. La fotografía no es el retrato de innumerables niñas y niños mexicanos: ¿cuántos han debido abandonar sus clases por la pobreza de sus progenitores? Seguro muchos. No tiene sentido leer las cifras gubernamentales. Sus mentiras producen asco. Ignoro cuánto tiempo permaneció la chiquita concentrada. Seguro poco.
No es lo mismo leer cuentos con los padres que tomar clases con maestras esforzadas aunque lejanas, amén de las deformaciones terribles de los rostros, de las interrupciones por mala conexión, de las llamadas de atención a los chicos desatentos, de la madre agobiada por la casa, por las clases de los otros hijos, por el dinero cada vez más escaso, por la fatiga pandémica, por las preguntas sin respuestas, y debido, ¡cómo no!, a la incertidumbre, ese fenómeno incómodo, cuya simiente, no saber, deviene miedo. En tiempos Covid, por ahora, si acaso algún día finalizarán, convivimos atados a noticias sinfín sobre la pandemia.
Covid-19 ha modificado la estructura de la vida. Y lo ha hecho en grande. Pocas comunidades se escapan de los desastres producidos por el virus; quizás las más lejanas, aquellas cuyos contactos con el mundo occidental son enjutos, padezcan menos sus embates. El brete es inmenso: tras diecisiete meses conocemos mucho sobre la biología del virus y sus alcances y desconocemos otro tanto. No sabemos bien cómo será el mundo venidero, tanto de los pequeños como de los adultos. No incluyo en estas reflexiones los daños secundarios al incremento de la miseria, sobre todo, en naciones pobres.
Los niños han vivido una realidad irreal. Los muy pequeños, los que ahora tienen tres o cuatro años, como la niña acompañada por sus caballos, quizás no recuerdan cómo era el mundo antes del confinamiento ni cómo era la vida escolar o la aventura de asomarse a la calle con los hermanos para buscar a los vecinos o a la vida misma. Los muy pequeños llevan la mitad de su existencia habitando otro mundo. A sus padres, desarmados y agotados frente a la crudeza de la pandemia, les resulta difícil saber cómo seguir, hacia dónde ir. Las clases a distancia, término e invención pandémica, aunadas a la ausencia de contacto físico y a la tiranía de los cubrebocas y del alcohol matavirus, representan el nuevo mundo. Un mundo más allá de Huxley u Orwell. Un mundo donde los caballos de plástico, siguiendo la escuela de los surrealistas, se convertirán en los compañeros de los pequeños.