Hacer que el domingo no sea como el lunes, ni el lunes como el sábado anterior, ni el miércoles por venir igual que el viejo miércoles ya sepultado en los venenos del coronavirus, ni el jueves próximo levantarse, sin desearlo, a las seis de la mañana con un taladro en la cabeza pensando que la noche tardará en llegar, ni contar el sábado las horas restantes en espera de noticias, ni adherirse como lapa a los medios de comunicación ni a los amigos y amigas que pasan buena parte del día enviando mensajes sobre nuestro padre/madre, el coronavirus, vía correo electrónico, Facebook o Whatsapp sin siquiera haberlos leído para así lograr formarse una opinión y saber si lo que ahí se dice es basura o real, pero, eso sí, ¡faltaba más!, enviarlos a tod@s para que las amistades se enteren de que quien envía los mensajes, es dueño de información desconocida y/o privilegiada.

No hacer del bello tiempo primaveral, tiempo Covid-19 es necesario: la salud palidece cuando miedo e incertidumbre se apropian de los días y se adueñan tanto de los monólogos internos como de los diálogos con un conocido y después con otros seres cercanos. Si bien es imposible acabar con el coronavirus, no lo es mantener, hasta donde sea posible, la serenidad. Uno debe ser dueño de uno mismo. Vender alma y paz al diablo viral y al tiempo stay connected atenta contra la geografía personal, ya de por sí mermada por las exigencias propias (impropias) de la modernidad.

Pensar, en medio del insomnio, que el quiebre de nuestro modus vivendi debido al virus acarreará otras formas de empobrecimiento de los pobres cuyas dificultades para afrontar las nuevas formas de hambre serán mayores, es necesario, porque el hambre, lo sabemos, nunca ha sido un sólo tipo de carestía: hay muchas formas, una más degradante e inhumana que otra. La de Haití, por ejemplo, es la de Haití: las madres cocinan galletas con arcilla para mitigar el hambre de sus críos. Las penurias haitianas nada tienen que ver con el hambre de África donde cualquier matorral, por más seco y polvoriento que esté, puede masticarse y menguar ese dolor que no sólo es el dolor del estómago vacío, sino una sensación especial propia de quienes se llaman Hambre y se apellidan Hambre, porque nacieron, incluso antes de nacer, con hambre. No hay palabras suficientes para describir esa vivencia cotidiana a pesar de ser el hambre compañero perenne de la humanidad.

Tras hablar con amigos en México y en el extranjero, algunos desesperados, otros enojados, los más, presos del demonio de la incertidumbre y del miedo, y otros, los serenos, intentando aceptar la situación sin caer en pánico ni hurgando con obsesión en los saberes de la ciencia para tratar de entender las razones por las cuales el Covid-19 ha cambiado el precario balance de la Tierra, intento comprender los sucesos actuales. Unos más, los creyentes en deidades, se preguntan si Dios sabe del Covid-19, y pocos, o no tan pocos, se cuestionan si pronto llegará o ya llegó el Caballo bayo montado por el jinete de la muerte.

Para quienes no formamos parte del libro Los condenados de la Tierra de Frantz Fanon, y comemos y bebemos cuanto queremos, hacer con los segundos del minuto siguiente algo diferente que con los del previo es necesario. Entender que el virus no ha escuchado ni de Dios, ni del Apocalipsis, ni de la humanidad y menos acerca de las teorías de la conspiración es prudente. Porque eso sí, el virus ha acabado con la prudencia, espacio necesario sobre todo en épocas grises, duras, como el impuesto por la pandemia coronavirus.

Regreso al principio: lograr que no sigamos como somos sería una inmensa y agradecida herencia del coronavirus. Las enfermedades individuales siembran conciencia. Las pandemias, deben, deberían, modificar la conciencia/inconsciencia de los seres humanos, no de los políticos, cuya ausencia de criterios ha revelado, con sus venenos mortales el detestable Covid-19.


Médico y escritor

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