Nuestra especie, desde siempre, por necesidad o convicción, ha convivido con numerosos avatares. Algunas veces dichos encuentros son provechosos, como sucede con la investigación en medicina. En ocasiones los desencuentros son obligados y dolorosos como acontece con los trabajadores migrantes quienes, con tal de apoyar a sus familiares, abandonan sus casas, lo cual, para los “patrones”, representan ganancias mal habidas.

Entre diciembre 2019 y febrero 2021, la pandemia provocada por SARS-COV-2 se ha convertido en presencia permanente. No hay día sin Covid y no hay tiempo sin información. Imposible desprenderse del virus. Los “nuevos números”, a nivel nacional y mundial, ocupan lugares privilegiados en la mayoría de los periódicos: muertos, nuevos contagios y, desde hace unas semanas, cantidad de vacunas aplicadas constituyen “el pan de cada día”. Han transcurrido quince meses a partir del primer caso e ignoramos cuántos más se acumularán antes de cerrar la página.

Científicos renombrados sugieren que la pandemia llegó para quedarse. Sabremos si tienen razón conforme se sucedan los meses. Su fin supondría vacunar a todo el orbe. Dada la contumacia de nuestra especie eso no sucederá, contumacia, por cierto, in crescendo: las muestras de solidaridad a nivel comunitario y de apoyo a nivel nacional/mundial con tal de frenar la pandemia gracias a la distribución masiva de vacunas ha fracasado; no ignoro la escasez de vacunas y el problema de elaborar siete mil ochocientos millones, pero tampoco ignoro el elitismo en su distribución. Los próximos meses serán determinantes. Bien harían los dirigentes del mundo si repasasen el concepto de inmunidad de rebaño y mejor harían vacunando a cuantos sea factible. Aplicar una sola dosis ofrece “buena” protección y acorta la brecha entre vacunas disponibles y población.

La pandemia no es una guerra. Al igual que otros traspiés, como hambrunas o migraciones forzosas, su génesis se vincula con actividades humanas contra natura. El problema fundamental de la pandemia son los muertos y los contagios. Avatares cruciales son las modificaciones y secuelas en nuestra nueva forma de vivir y trabajar, en no ir a la escuela, sobre todo los niños y los jóvenes, así como la soledad de las personas mayores de edad.

La Organización Mundial de la Salud ha acuñado el término fatiga pandémica, “estado de agotamiento psicológico por las restricciones y precauciones que se recomienda adoptar durante una pandemia”. Aburrimiento, abulia, tristeza, depresión e incertidumbre son consecuencia de esa situación. La crisis económica incrementa la fatiga y atiza acciones contraproducentes como aumento en la ingesta de alcohol, modificaciones en los hábitos dietéticos y disminución en costumbres saludables como ejercicio.

La pandemia nos ha confrontado con nosotros mismos, con información y desinformación, con políticos y charlatanes reconvertidos en dirigentes y con el inmenso poder destructivo del virus contra las posibilidades e imposibilidades de la ciencia. La convivencia con el virus será larga. Mientras transcurren los meses, las dificultades aumentarán. Los tiempos de las mascarillas, de las distancias y del confinamiento tienen límites. Para los deudos y para quienes se han aislado y seguido las indicaciones de epidemiólogos y a pesar de eso han enfermado, acatar órdenes será cada vez más difícil.

No hay estudios científicos que demuestren un incremento en la ansiedad y depresión a raíz de la pandemia. No los hay, son innecesarios. Basta la realidad. Convivir con el virus ha costado. La anomia secundaria crece sin cesar. No pasará mucho tiempo para enterarnos, sobre todo en niños y ancianos, de síndromes asociados a la pandemia.

Médico y escritor.

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