En un mundo donde la privacidad se encuentra amenazada es fundamental discutir acerca de la confidencialidad. En medicina la confidencialidad requiere múltiples lecturas. La confidencialidad, como lo saben las personas interesadas en bioética y en ética médica, es, junto con verdad, beneficencia, no maleficencia, justicia y autonomía, uno de los seis principios rectores. Comparto unas reflexiones a propósito del affaire Andreas Lubitz. En ética médica las historias viejas nunca son viejas.
En 2015, Lubitz, copiloto de la compañía Germanwings, se encerró en la cabina del que cubría la ruta entre Barcelona y Düsseldorf y activó el piloto automático. El avión se estrelló en los Alpes. Ciento cincuenta personas fallecieron.
En los últimos cinco años Lubitz había visitado 41 médicos por diversos motivos. El tema central era depresión. Quince días antes del suicidio/homicidio un médico diagnosticó un cuadro depresivo acompañado de psicosis; el galeno sugirió hospitalización. Dos escenarios. Primero. Los médicos implicados, sobre todo el último, ¿no informaron a la compañía para preservar la confidencialidad? Segundo. Los doctores, ¿estaban mal preparados?, ¿fueron negligentes?, ¿no les interesó “el caso”? No cuento con elementos para discutir las preguntas del segundo escenario. Me remito al de la confidencialidad: cuando un galeno nota “peligro” en posibles acciones de su paciente tiene la obligación de romper la confidencialidad y avisar a las autoridades.
La confidencialidad es viejo tema médico. Mucho se escucha en la consulta médica. Sonados son casos de psicópatas que advierten, “asesinaré a mi novia” —como fue el caso Tarasoff—, o de enfermos portadores de sida que se niegan a advertirles a sus parejas acerca de su infección, de hijos que roban dinero para conseguir drogas, de pacientes que confiesan el deseo de seguir a su esposa, y en caso de advertir un amasiato, buscar quien asesine al o la amante. ¿Qué debe hacer el médico?, ¿advertir a los allegados o mantener la confidencialidad?
En el caso Tarasoff —el novio asesinó a Tatiana Tarasoff—, la Corte Suprema de California consideró que los profesionales implicados en el caso —psiquiatra, psicólogo—, deberían haber advertido a Tatiana del peligro. Los expertos en salud mental respondieron que esa iniciativa minaría la confianza de los pacientes. Además, agregaron, la mayoría de las veces las amenazas no prosperan: advertir erróneamente podría perjudicar la relación entre pacientes, médicos y en la pareja.
En el affaire Lubitz, la normativa alemana protege el secreto profesional. Ceñirse al secreto produjo la muerte de 150 personas, incluyendo a Lubitz, cuando el avión se estrelló.
Nuevamente dos escenarios: ¿Los médicos tenían la obligación de avisar a las autoridades? Si se le hubiese suspendido la licencia, la tragedia se habría evitado. Segundo. ¿Qué le sucede a las personas cuando los galenos se equivocan o sobre diagnostican enfermedades mentales? La estigmatización acarrea graves problemas, entre otros, depresión, imposibilidad para conseguir empleo y encono. Las respuestas previas tienen solución: buscar una segunda o tercera opinión sobre el caso ayuda a dirimir la cuestión. Sumar. En ética médica sumar voces es deseable.
La ética médica no es una disciplina exacta. Por eso me entusiasma. El brete es complejo: ¿Qué hacer y cómo actuar ante los casos señalados: guardar o no el secreto profesional, convertirse en testigo y cómplice, ser partícipe en la estigmatización de personas que no merecen esa etiqueta?