Las ciencias crecen con dificultad. El creacionismo, “Doctrina filosófica que defiende que los seres vivos han surgido de un acto creador y que, por tanto, no son fruto de la evolución”, se contagia, en ocasiones con facilidad. Las ciencias requieren ciencia: comprobar hallazgos es complicado. El creacionismo, vecino íntimo de la fe, se contagia: no requiere comprobación. La humanidad, debido a las ciencias médicas, tecnológicas, de comunicación y, entre otras, de urbanización, ha mejorado, excluyendo, imposible no mencionarlo, a las comunidades pobres. El creacionismo se propaga con facilidad, sobre todo en seres humanos iletrados, adictos a mandatos religiosos, incluyendo, imposible no mencionarlo, a las comunidades pobres, cuya meta, sobrevivir, no permite (casi) leer ni disentir: primero comer, después discutir.
Las ciencias requieren dinero; sin él, imposible investigar. El creacionismo se difunde gratuitamente: basta escuchar: preguntar es innecesario y prohibido. Algunos Premios Nobel, los de medicina, química, ciencias económicas y física reconocen la labor de investigadores dedicados a estudiar fenómenos usualmente complejos. Algunos creacionistas, sobre todo ahora, en tiempos fake news y en un mundo desbocado, surgen de la necesidad de la gente de escuchar otras opciones, otras vías para mejorar su condición. Los científicos, muchas veces encerrados en sus Torres de Babel, han descuidado una labor fundamental: comunicarse “bien” con sociedad y políticos (“bien” entre comillas: o no saben cómo hacerlo o desdeñan esa necesidad).
Aún sin estudios profesionales, los ministros creacionistas son expertos en el arte de comunicar: sus discursos, muchas veces utilizando el miedo como vector, consiguen adeptos y un adepto incrementa el rebaño: consigue más adeptos. Perogrullo dixit: “comunicar es vencer”.
¿Ciencia versus creacionismo?: no. La realidad es simple: los encargados de hacer ciencia han descuidado una de sus obligaciones fundamentales, comunicar; los creacionistas, arropados con palabras y sandalias, han ganado: contagian su fe y sus dogmas. Las facultades universitarias deberían instruir a los científicos acerca de la necesidad de comunicarse con la sociedad utilizando palabras sencillas. Los creacionistas no requieren facultades: sus facultades son las calles y sus universidades son el descontento y la desconfianza hacia la ralea política cuyas ímprobas conductas alimentan el encono. La relación entre uno y otro fenómeno es inversamente proporcional: pierde la ciencia, gana el creacionismo.
Ejemplo vivo, a pesar de la declaración reciente (5 de mayo) de la OMS del fin de la emergencia global, son los innumerables bretes en relación a nuestro SARS-CoV-2. A pesar de la veracidad de siete millones de decesos, según cifras oficiales, la ciencia no logró convencer a incontables escépticos del valor de las vacunas y de la realidad de la pandemia.
El coronavirus abrió y confrontó. La ciencia creó vacunas en tiempo récord. Los creacionistas cuestionaron su eficacia; los antivacunas hablaron de complots; los islamistas aseguraron que estaba contaminada con el virus del sida; los pobres desconfiaron de sus gobiernos. Las vacunas han contribuido a disminuir el número de muertos; algunos ministros religiosos aseguran que se desarrollaron a partir de embriones humanos por lo que aconsejaron no utilizarlas. Los efectos colaterales de la inmunización han sido mínimos. Los creacionistas aseguraron que produce enfermedades graves amén de contener un chip para vigilar a las personas.
Los científicos tienen la obligación de comprender la realidad política, social y económica. Deben asesorarse sobre la complejidad de los fenómenos sociales. De no hacerlo, sus esfuerzos no alcanzarán los fines que se merecen. Si la ciencia no convence, los creacionistas tienen a la mano internet, en ocasiones, un instrumento dañino.